Efemérides, nada más. Hay que permitir al tiempo que ejerza de otero y nos regale esas perspectivas que, por ejemplo, ahora gozamos de aquel Tour de Francia de 1998, cuando la mayoría de aficionados españoles y no españoles nos agrietábamos las vestiduras por una injusticia que iba a ser tal, pero por diferentes motivos a los que creímos vivir en su día. Con distancia de 25 años, se observa que aquel punto fue el inicio de una era convulsa, el inicio de un viaje que ha derivado en el ciclismo que hoy conocemos, donde se continúa señalando a unos y salvaguardando a otros. En un mundo donde se maniobra con el mismo arma de la memoria selectiva y del recuerdo distorsionado.
Aquel Tour vivió momentos muy desagradables, como la explosión del ‘caso Festina’, la distracción del discurso con enredos que poco nos importaban entonces a los aficionados al ciclismo y una lista de víctimas que sólo iban a hacer resentirse los cimientos del espectáculo vivido en el Tour de Francia. Zulle, Virenque y todo su ejército de escaladores estaban fuera de carrera, un camino llano para Ullrich, que se quitó de un plumazo a dos de los rivales más temidos por él. Uno por hablar su mismo idioma, el de contrarrelojear tan bien como escalar, y otro por ser el segundo del año anterior. El reinado de Jan tenía puentes sobre los ríos, más aún tras la primera crono, en Correze.
Los únicos rivales a tamaño real, que eran Escartín y Pantani, se alejaban preocupantemente. El guion del Tour así lo iba a designar, con únicamente cinco etapas de montaña, dos cronos criminales para los escaladores (y añoradas) y el resto… llano y poco más. Siguiendo la política de Mínguez de “un tiro, un muerto”, el escalador italiano fue recortando tiempo en cada una de las montañas que se iban atravesando. En Plateau de Beille aprovechó una avería de Ullrich que le penalizaría el karma un año más tarde en aquella recordada subida a Oropa.

El ciclismo de ataque, el de la épica, el de los escaladores míticos y toda aquella parafernalia que parecía haberse reducido a la mínima expresión o a la mera imaginación, vino a resucitar una edición del Tour que lo necesitaba. Contra pronóstico, Pantani mandó a la lona a Ullrich. Todo sucedió en una montaña, el Galibier. La lluvia y el frío provocaron el ataque de los Kelme, de ‘Chava’ Jiménez. Todos harían de puente para Marco, que arrancó poderoso en busca de la niebla. El alemán, que gozaba de mayor visibilidad por el maillot de color ciertamente reflectante, comenzó a perder de vista primero a los ciclistas, después a las motos y por último los gritos de ánimo que recibían los insurrectos.
El silencio se apoderó de las rampas y de sus pedaladas. En la meta de Deux Alpes el de Telekom se dejaba nueve minutos y el halo de ser el nuevo Miguel Induráin, ese invencible caballero para el que aún le quedaban muchas etapas por superar. Pantani de amarillo camino de Albertville, donde se escalaba la siempre problemática Madeleine. Allí Ullrich recobró la iniciativa y soltó un ataque rabioso que duró mientras hubo ascensión. Tan predecible como imparable. El resto de ciclistas, a un mundo. Pantani ató una cuerda al nuevo aspirante y remó lo que pudo. En meta dejó ganar al alemán, no sin meter la rueda en señal de fortaleza y benevolencia. El karma de nuevo le devolvería aquel cuestionable gesto en su próximo Tour.
Tras aquella etapa, llegó la vergüenza. Registros a los equipos españoles y se comenzó a vislumbrar la falta de unidad en el único deporte capaz de implosionar y explosionar al mismo tiempo. Los equipos españoles se bajaron de la bicicleta y se negaron a continuar. El resto, capitaneados por un Bjarne Riijs que traicionó la palabra que había dado a sus compañeros de pelotón y levantó ampollas, decidió llegar a París. Visto en contexto y con todo lo que vino detrás, pese a la defensa a ultranza de la prensa española que después abandonaría el ciclismo a su suerte, entendibles los registros. El abandono se pudo interpretar como una huida hacia delante. Retirarse fue dar argumentos a quienes dudaban, o es al menos entendible que hubiese mucha gente que se posicionase en esas posturas.

Esos gestos son los que hacen daño, puesto que cuanta más transparencia, mejor. Entonces la opacidad era la costumbre en todos los lugares, ciclistas y no ciclistas. Hoy día que la marca inmaculada preposiciona a todos los que tienen algo que perder, el planteamiento hubiese sido visto de forma muy diferente. El qué dirán, lo políticamente correcto. Ese mundo de fraguas contenidas a servicio de un buenismo absurdo y muy mal entendido. ¿Omertá o barbarie? Se eligió la primera, que para lo único que sirvió fue para ganar tiempo. La barbarie llegó igualmente, pero no la protagonizaron los ciclistas, que empezaron desde entonces a dejarse guiar por unas normas que escribieron por ellos, y que además aceptaron.
El ciclismo floreciendo por encima del escándalo como la hierba crece por encima del cemento. Y sin embargo le dimos el protagonismo y la iniciativa a quienes querían pararlo, a quienes querían robarle el protagonismo a los líderes insurrectos del momento. Como siempre, los despachos eligiendo de forma inoportuna los momentos y queriendo ser los protagonistas cuando en ciclismo no deberían ser más las corbatas que los maillots. Pero es el ciclismo que en su momento los ciclistas eligieron para las generaciones futuras y que nadie se ha propuesta rescatar.
No hablo de cuestiones de dopaje, que como trampa, por inmoral, injusta y peligroso para la salud debe combatirse. Sino de la forma de afrontarlo, de lavar sus trapos sucios en público restándole todo lo positivo que el ciclismo posee como espectáculo deportivo para convertirlo en un salsa rosa donde todos afirman ser víctimas y el espectador, aburrido de balaceras, desconecta y se dedica a otra cosa. Pero sobre todo lo demás, a renegar de un deporte que empezó ahí a visibilizar que se había clonado para intentar asesinarse a sí mismo.
¿Alguien se imagina una discusión en medio de un restaurante a grito pelado, con los camareros parados esperando que la tormenta cese para hacer pasar un momento agradable a los comensales? Eso fue el Tour 1998, concretamente entre el segundo plato y el postre. Los intereses, por encima del interés. Como siempre. Las formas, en segundo plano. La estrategia, nula. El pensamiento a medio y largo plazo, aparcado junto al Jaguar que 25 años después sobrevive en el garaje al igual que el ciclismo, un ciclismo más contraído que entonces, pero que por haber sobrevivido hasta a una pandemia sigue más fuerte. No gracias, sino pese a aquel Tour de 1998.
Escrito por Jorge Matesanz
Fotos: Sirotti