Formigal es de esos días que siempre se recordarán en el mundo del ciclismo. Más que por lo que sucedió, que fue mucho, por cómo sucedió, por cómo Alberto Contador desafió a la lógica, a los potenciómetros y se lanzó a la aventura, un clásico en el madrileño cuando había entregado ya sus opciones de victoria, a experimentar entre ese fino hilo que camina entre la derrota y dejar huella por la forma en la que se fue derrotado. No había nada que perder y nada se perdió. No había mucho que ganar y tampoco se ganó. Pero esa jornada de Formigal quedará para la historia de la Vuelta a España y del ciclismo como uno de los días más intensos, bonitos e imprevisibles.
Era una etapa extraña, corta y sin un rumbo claro. La subida final apenas presentaba gran dificultad, como el resto de la etapa, que de haberse disputado en otra edición y sin Alberto Contador hubiese quedado con casi total seguridad en un mero reguero de ataques de peseta en la parte final de la subida a esta estación de esquí que siempre que recibe al ciclismo responde por encima de las expectativas. La Vuelta llegaba con Nairo Quintana luciendo el maillot rojo, aunque el colombiano tenía la clara necesidad de ampliar ventaja, que era de apenas unos segundos, de cara a la contrarreloj larga de la carrera, que se disputaba en Calpe el antepenúltimo día y donde su rival, Chris Froome, era muy superior.
Se procedía de una durísima etapa con meta en el clásico Aubisque. Cuatro puertos de primera que castigaron las piernas de los ciclistas al extremo, con victoria para Robert Gesink, otro clásico, y el apasionante duelo de ataques entre el líder, que en realidad era el aspirante, y el campeón de entonces tres ediciones del Tour de Francia. Colombia soñaba con sumar en el relevo de Lucho Herrera e Froome anhelaba conseguir por fin la victoria en su carrera predilecta, donde acumulaba ya dos segundos puestos. La distancia con los demás era sideral, tanto que la lucha del resto era por la tercera plaza del podio. El español Contador y el también colombiano Esteban Chaves parecían los mejor posicionados para ello.
Esta etapa suponía la salida de los Pirineos, un domingo que iba a resultar más especial de lo que todos se imaginaban. En la salida de Sabiñánigo había muchas caras serias. El desgaste de la Vuelta (estábamos ya al final de la segunda semana) y lo corto de la etapa provocaba esa concentración por una salida que se esperaba fulgurante. Algunos equipos dispusieron rodillos para que sus ciclistas calentasen de cara a este intenso día. Entre ellos, el de Contador, el Tinkoff. El ciclista de Pinto se ubicaba entre las primeras plazas del pelotón en la neutralizada.
Se elevaba sobre sus pedales cual Cid Campeador, con su espada lista para la batalla. Froome, en cambio, comenzó la etapa bastante atrás, ajeno a estas circunstancias y confiando en su clásico de menos a más. En esta ocasión no iba a resultar, ya que las circunstancias iban a alterar el guion. Un guion que hasta entonces iba a resultar anodino en aquella Vuelta que salvo en el desate de los Lagos de Covadonga estaba resultando lo que se esperaba, una mera captura constante de la recta de llegada como resumen de las etapas.
Esa salida real a las afueras de la localidad oscense iba a resultar clave. Si los 118 kilómetros a meta pareciesen una barbaridad, es que no conocemos el carácter de inmolarse de Contador. El banderazo dio pie a varios corredores a intentar la aventura y desestructurar un pelotón que ya estaba desmembrado por el fuerte ritmo. A la llegada de un repecho, el primero, era un Tinkoff el que intentaba la osadía. ¡Era Contador! Le seguían a rueda bastantes ciclistas, algunos con su mismo maillot. Como la inteligencia en carrera no era su punto débil, había visto que el maillot blanco de la combinada de Froome iba bastante atrás.
Nairo Quintana no inquietaba a Froome más de lo necesario. Pese a ir en cabeza, sabía que el colombiano iba a recurrir, como buen Movistar, al ABC de su ciclismo, que era poner ritmo e intentar atacar en los últimos kilómetros, un teatro en el que el campeón del Tour se sentía Ewan McGregor en Moulin Rouge. Sin embargo, se iba a convertir en Leonardo Di Caprio en Titanic cuando Contador, con ayuda de sus compañeros y acólitos a buscar la escapada del día, parece que abría hueco en cabeza de carrera.

Quintana tenía muchos defectos como ciclista. Le faltaba improvisar, sorprender. La raíz de sus directores se había impuesto a su espíritu anárquico, el ying había ganado al yang. Pero tenía una gran virtud, que era la visión de carrera en gran pelotón. En abanicos y momentos de colocación y saber estar en etapas llanas ha habido pocos ciclistas mejores que él. Sin ninguna duda y con total vehemencia afirmo esto. Pese a ser un escalador que no alcanzaba los 60 kilos de peso ni levantaba más de 1,65 del suelo.
El colombiano vio en Contador la opción de poner nervioso a Froome, de intentar dar forma a lo que después sería un ataque en la subida final tras el castigo de estos primeros kilómetros. Nairo y Movistar no apostaron en ninguno de esos primeros momentos por el movimiento y se mantuvieron, como es costumbre, hipertérritos y a rueda. Firmes en su propósito bohemio de dejarse llevar. Contador estaba poniendo patas arriba la carrera al tiempo que la moto de televisión estaba poniendo orden al caos reinante.
Los Sky iban muy atrás y Froome iba cortado, respondiendo en primera persona para intentar cerrar un corte ciertamente preocupante. No se veían compañeros de equipo, hasta que en un rato determinado se observó que los Astana casualmente se pusieron a tirar del británico sin ningún fin concreto conocido o explicable. Contador fue informado del caos y puso a sus compañeros a reventar la carrera aún más, con la colaboración de algunos insurrectos más que veían aquella meta como una oportunidad de victoria. El grupo aún era grande y cuando ya se asentaron los riesgos, Movistar comenzó a pasar al relevo haciendo alarde de su habitual valentía.
Fue ahí cuando se comenzó a abrir la diferencia de forma decisiva. Transitando por un maravilloso recorrido diseñado con esmero por pantanos, llanuras y carreteras anchas. Se fueron acometiendo las subidas previstas en la etapa (un tercera y un segunda antes de la subida final) hasta que en la subida final Nairo Quintana decidió que quería ganar la Vuelta. Puso un ritmo cuartelero desde abajo del último puerto y fue eliminando uno a uno a todos los integrantes del grupo. Resistía Contador sufriente y siendo consciente de que sus mejores días ya habían pasado.

Fue abriendo gas y se quedó solo el de Movistar con la única compañía de Gianluca Brambila, el italiano del Quick Step, en cualquiera de sus denominaciones. El transalpino ganaría la etapa y Quintana afianzaría su ventaja en la clasificación general, pareciendo vista para sentencia la Vuelta a España de 2016. Después la historia se cuenta desde el punto de perspectiva que se quiera. Froome cometió un error por la salida tan despreocupada que hizo, al igual que su equipo, el que parecía imbatible Sky. El mérito fue de un ciclista que no se conformaba con ser el tercer en discordia y siempre luchaba por el triunfo.
Al igual que los Lagos de Enol fueron los Lagos de Hinault, aquella cima quedaría bautizada con el sobrenombre de ‘Froomigal’, un claro guiño a la épica que una vez más nos trajo el ciclista madrileño y que tanto se echa en falta en el ciclismo de hoy.
Escrito por Lucrecio Sánchez
Foto de portada: Luis Angel Gomez / PhotoGomezSport
Gran día de ciclismo aquel