En 1903, Henri Desgrange creó el Tour de Francia con el propósito de impulsar ventas de periódicos. Para tal propósito, no encontró nada más recurrente que diseñar una carrera en la que el mero hecho de terminarla se convirtiese en toda una hazaña. Tal fue así, que el desenlace ideal de Desgrange hubiese sido que su Tour de Francia lo hubiese terminado un solo corredor. Esta primera edición fue tan bizarra que hasta tuvieron un payaso, en el sentido absolutamente literal, en la parrilla de salida.
Podrías decirse por tanto, que el Tour nació como un evento deportivo parecido al Rally Dakar, por lo que encontrarte actualmente ediciones resueltas como sumatorio de combates a pesetazos resulta una perversión de aquel loco proyecto inicial.
Con el paso de los años, el sadismo de Henri fue aflojando, tanto en los recorridos como en las normativas crueles como, por ejemplo, no poder desprenderse de ropa, pero hasta principios del presente siglo la carrera ha mantenido unos mínimos exigibles de montaña y contrarreloj para que éstos sirviesen de filtro de paquetes en algún lance ciclista y, a su vez, la etapa reina fuese un combate donde primara la capacidad escaladora fondista.
Pero, por desgracia, con los escándalos de dopaje el Tour empezó a pegar tijeretazos en los kilometrajes de las etapas, auspiciado por la falacia de que la causa del doping era lo inhumano de las etapas y no la ambición del deportista de élite de ganar a toda costa. Algo absolutamente absurdo, ya que casi se puede afirmar que el dopaje en este deporte nació en el momento en que se construyó la segunda bicicleta y ya se pudo disputar la primera carrera ciclista.

La organización del Tour entró en una sucesión de decisiones que rule ese canuto como la supresión de los tres catchs bonificados para apilarlos en uno solo, o el no establecer un prólogo como punto de arranque inamovible.
En este contexto, el aficionado ciclista actualmente da palmas con las orejas si se encuentra con 50 km de contrarreloj en el recorrido de la Grand Boucle, cuando esa cantidad de km en la lucha contra las manecillas del reloj es la mitad de un recorrido ideal.
Con las etapas de montaña estamos en las mismas: los kilometrajes y los metros de desnivel acumulado han sufrido tal recorte que sacamos las botellas de champán si vemos en el libro de ruta una etapa reina que hasta hace unos años hubiese sido catalogada como cuatro estrellas sobre cinco.
El Giro de Italia tardó poco más de un lustro en nacer que su hermano mayor. Aunque el Tour siempre se ha considerado la Gran Vuelta más dura, lo cierto es que los puertos del Giro tradicionalmente han sido más duros que los del Tour.
Los recorridos modernos de la Corsa Rosa también han padecido los mismos males que los del Tour. Con el cambio de fechas en 1995 de la Vuelta a España para finales de septiembre, el Giro ha visto cómo la más pobre de las tres hermanas le ha ido comiendo la tostada aunque esto colateralmente esto ha tenido un efecto positivo para el aficionado ciclista.
Lejanos han quedado los tiempos en los que la Corsa Rosa era una parada previa de la élite vueltómana casi obligatoria antes de la disputa del Tour. Ante este panorama, el Giro ha tenido que suplir la ausencia de estrellas con unos recorridos generalmente más atractivos que las otras grandes. Es por ello por lo que el aficionado ciclista puro elige hoy el Giro como la carrera más bella de las tres. Esta decisión viene claramente condicionada porque la Corsa Rosa es la única que parece entender que para presenciar un gran combate escalador el puerto duro de la jornada debe ser de paso y no final en alto.

Por último, la Vuelta a España, presenta la paradoja de que es la gran Vuelta que mejor ha mantenido su esencia inicial pero que más se aleja de los cánones y filosofía de una Gran Vuelta.
El aficionado tiende a despotricar tanto de los recorridos como de las participaciones de la Vuelta. Algo que intrínsecamente tiene sentido pero no si se establecen como patrón de Vuelta ideal los recorridos estándar que hubo hasta finales de los 70. Porque la realidad es que las jornadas reinas de las Vueltas a España disputadas hasta entonces se asemejarían más a los de una París-Niza actual que a los de una gran vuelta por etapas.
En España había una creencia general de que la Vuelta no ofrecía colosos puertos en su menú porque éstos no existían en nuestra orografía. Tal era así, que en una etapa de nuestra ronda nacional de finales de los 90, el querido y malogrado Pedro González dejó como un tomate al hoy gerifalte de las narraciones Carlos de Andrés porque éste insinuó que la subida final era muy perruguera. Pedro consideró este comentario como una ofensa al recorrido y zanjó el asunto con algo así como ya sabemos que en España no tenemos Marmoladas ni Galibieres pero defendamos nuestro patrimonio ciclista.
Afortunadamente, gracias a la gran labor de los locos por diseñar etapas con chicha, descubrimos que en España hay ascensiones de sobra para trazar etapas reinas de montaña que no empequeñezcan ante las de sus hermanas. Pero por desgracia, Javier Guillén, el patrón de la Vuelta, ha mirado siempre más por las audiencias televisivas que por respetar la filosofía de una Gran Vuelta.
Desde el punto de vista resultadista, Guillén es un genio, ha sabido engatusar al aficionado futbolero con dos premisas: intentar ofrecer poco pero algo en cada etapa y siempre en horarios post-siesta y, a su vez, vender la moto de que General igualada implica carrera emocionante, independientemente de que no haya pasado absolutamente nada hasta la semana final.

El recorrido de este año, dentro de la tónica guilleniana, es de lo mejorcito en cuanto a jornadas de alta montaña. Pero se ha cometido un error que puede resultar fatal: la ridícula cantidad de kilómetros contrarreloj. Para ser una Vuelta hay una ración de montaña generosa; pero al haber tan poca crono, el escalador dominante puede verse en la tesitura de no tener que exprimir su terreno y, una vez afianzado en la primera posición, dedicarse a correr buscando el error no forzado con lo que los ataques lejanos brillarían por su ausencia.
Visto el exitazo que, en 2015, le dio a Guillén poner una crono cuca que propició que el líder de la carrera no fuese el mejor escalador, es incomprensible e injustificable la ración croner menú Ferran Adrià de la próxima edición. Confiemos en que el mojo Austin Powers de Guillén, en forma de incorporaciones de estrellas que contraprogramaron calendario por lesión, o que teóricas jornadas de transición gracias a corredores ambiciosos y valientes mutaron en etapones, vuelva a hacer efecto y vivamos una gran Vuelta a España 2023.
Escrito por Miguel González (@gzlz11)
Foto de portada: RCS