Érase una vez la historia de un ciclista que lo tenía todo: juventud, talento, antecedentes ciclistas, un gran equipo detrás. Apuesto, galán y con esa sonrisa plástica que atrae a los fotógrafos y encandila a los aficionados. Escalador, luxemburgués, blanco inmaculado en el maillot de mejor joven en los diversos peldaños hacia la fama. Un apellido, además, resonante en el mundillo debido a Frank, su hermano, un gran y versátil corredor con el que compartía respaldo en el sólido CSC. Viento a favor, ligero descenso, de su lado la grupeta de Cancellara y al volante la cabellera de Bjarne Riijs. Nunca hubo una mano con un número mayor de ases.
El eterno anhelo de Gaul y las nieblas que copaban las montañas que tan brillantemente escaló, un recuerdo bello que tiene visos de repetirse cada vez que el siglo ignora el paso por un amplio límite de una u otra mitad de sí mismo. Andy no imaginó el testigo que iba a recibir tal vez demasiado deprisa. Ocupar el segundo peldaño del podio final del Giro de Italia a los veintiún años lanza al vuelo las campanas y tan alto resonaron que Luxemburgo volvía a ser leyenda. El recientemente fallecido Charly nacía para muchos. Así lo hicieron sus épicas y la victoria en el Tour de 1958 y los Giros de 1956 y 1959. El ángel de la montaña. Así se le conocía. Curiosamente nos dejó el mismo año en que el menor de los Schleck pasaba a profesionales. Una reencarnación simbólica.
Cuando Andy pierde el tren amarillo de París tras varios años de intentos y el tiempo ha pasado inexorable a ruido de engranajes que mueven las imparables agujas, el hedonismo se apodera de la mentalidad de un ciclista que vivía por y para el mes de julio. Visto con la aventajada perspectiva que garantiza el minarete del hecho pasado, fue un error. Sus piernas contaban con más de una victoria en las otras dos grandes. Y alguna en Francia. Pero su mentalidad había cambiado y se había dejado influir por lo cómodo, lo instantáneo, el mar de excusas, nubes e impedimentos para que el diamante brille en todo su esplendor.
La niebla se apoderó de una decisión que le alejó de su segundo Tour de Francia, aquel que no fue capaz de ganar en la carretera debido a una avería mecánica. En ambos casos fue Alberto Contador quien le relegó al ostracismo, a perder. Coronar el Galibier con el español supuso perder las plumas que sus ataques hubiesen necesitado en Alpe d’Huez para sentenciar el Tour. Su salto de cadena jamás hubiese sido utilizado por cualquier otro para recordar que en el deporte profesional sólo hay (o debería haber) interés por llegar más lejos que el rival. Andy perdió la perspectiva antes que el Tour. Su mentalidad se hizo hedonista, resistente al máximo esfuerzo que requiere entrar por la puerta grande en la historia. Babilonia pudo esperar. El corto plazo, no. Y eso que la única ocasión en la que toreó al destino de frente, sin distracciones ni opiniones que buscaran recetas de comida rápida, preparó un menú que perdurará en los anales de aquel coloso que le dio la espalda al día siguiente: el Galibier. Sólo el despertar que sufrió Cadel Evans le alejó de fructificar el contraestilo al que se había sometido.
Las lesiones y la consciencia de que el sacrificio requería ser aún más constante terminaron por enviar fuera del profesionalismo al príncipe del pequeño país centroeuropeo. La rodilla compró el billete final de una buena historia que, como buen relato, deparó un inesperado final, como pasa con las mejores narraciones. Lo prematuro del adiós vistió de misticismo una ventana al éxito que Luxemburgo abre únicamente de vez en cuando. Schleck tiene sus fotos escoltando en París o en Lieja. Sin ser escoltado todas las veces que debieron ser. El hedonismo ganó. La excusa se impuso. La leyenda fue leyenda, pero no realidad. Al menos, completa.
Escrito por: Jorge Matesanz (@jorge_matesanz)
Foto: Sirotti