Los monumentos del ciclismo no siempre fueron monumentos, ni siquiera fueron cinco. De hecho, el apelativo de “monumento” es más o menos reciente y otras pruebas ciclistas fueron descolgándose del grupo de las grandes clásicas por motivos diversos. Así sucedió con la París – Bruselas o más recientemente con la París – Tours. Por tanto, esta clasificación es un constructo cultural sujeto a los cambios de los tiempos y de las modas. Muchas son las voces que a día de hoy quieren incluir alguna prueba más en este selecto club. Perfecto, de acuerdo. Pero también hay otras que quieren que alguna de las pruebas consolidadas caiga de categoría, con un afán iconoclasta, como si el número de cinco pruebas fuese lo realmente inamovible. Es lo que actualmente sucede con la Milán – Sanremo. Este artículo no pretende ser una defensa de por qué la Milán – Sanremo debe ser un monumento, sino una simple explicación de por qué la Milán – Sanremo es un monumento.
“Sopor”, “ausencia de dureza”, “clásica para velocistas”, es lo que se suele oír, de forma despectiva. ¿Pero en realidad el problema está en el objeto o en el sujeto? Comencemos por el “sopor”. La Milán – Sanremo es una carrera climática, con un in crescendo continuo. No pasan cosas todo el tiempo: no es el circo. Todo se va cocinando a fuego lento hasta explotar en unos kilómetros siempre emocionantes, que encapsulan la esencia del ciclismo: subida, bajada y llano. ¿Lo anterior es aburrido? Sí, puede ser, muchas veces lo es, pero la aproximación a una subida, la lucha por la posición, las escaramuzas de los ciclistas modestos, una bajada suicida, son momentos de tensión muy interesantes. Los últimos kilómetros solo son igualados, a nivel de emoción e incertidumbre, por los últimos de un mundial.
“Ausencia de dureza”. El anacrónico y monstruoso kilometraje de la prueba es el que hace que las debilidades afloren en los últimos metros. Pero no en forma de desfallecimientos cual sapo reventado o pez boqueando en tierra, sino con la sutileza de una pérdida de fuerzas en el sprint o una falta de lucidez en el momento determinante. La Milán – Sanremo es elegante incluso en eso. La aparente simplicidad de esta prueba hace de ella una auténtica página en blanco, en la que cada ciclista debe encontrar su trazo para conseguir la victoria. No solo priman los vatios, también la inteligencia es muy importante para escoger el momento más idóneo a nivel táctico. No es una carrera para mulas sin cerebro.
“Clásica para velocistas”. Desde siempre, los mejores ciclistas han buscado en la Milán – Sanremo su lucimiento personal, pero también el ciclista anónimo lo intenta. La han ganado grandes clasicómanos, sprinters consumados, corredores completos e incluso algún ciclista meteórico. Su ausencia de características propias es la que hace que todo el mundo la considere idónea a sus capacidades. No siempre gana el favorito de la crítica. Y si gana un sprinter, habitualmente lo hace dando la cara, jugándose el tipo y esforzándose como nunca antes en su vida.
Y por último, el tiempo y el espacio. La historia de esta prueba es abrumadora, solo comparable a la de otras supervivientes de la Belle Époque, como la París – Roubaix, la París – Bruselas, la París – Tours, la Milán – Turín o el Giro de Lombardía. Pero a diferencia de algunas de estas, la Milán – Sanremo ha permanecido casi inalterable con el paso del tiempo, uniendo todavía las dos localidades que conforman su nombre. Quizá Sanremo no pueda competir con la Piazza del Campo, pero la carrera tiene algo de simbólico: el abandono de las altiplanicies invernales para descender a la costa, muchas veces soleada, a una carretera que serpentea junto al mar. La Sanremo es la esencia del año pagano que comienza, de la naturaleza que renace y reclama su protagonismo.
Competitividad, clímax, incertidumbre, escenario e historia ¿qué más queréis? Incluid las que queráis en la lista, incluso el Gran Premio de Caboalles de Abajo si así lo preferís. Pero no toquéis lo que ya es bueno.
Escrito por: Ignacio Capilla (@AlpinoGliaccia)
Foto: Sirotti