El ciclista danés entro en la historia por partida doble. Lo hizo, al igual que Thevenet o LeMond, por derrotar a uno de los cuatro grandes del ciclismo internacional, con millones de ojos mirando y otros millones de ilusiones hechas añicos por su gesta. Bjarne Riijs ganó el Tour que muchos soñamos en propiedad de Miguel Induráin. Tanto que incluso pasaba por Pamplona, su casa. Nunca llegaría, con todo el dolor de ver al campeón invencible derrotado, impotente ante un imparable Telekom y un líder que ascendía los puertos pirenaicos en plato grande, como si el esfuerzo fuese, como con los accidentes, sólo cuestión de los demás.
Desde Hertogenbosch a París, veintiuna etapas de emociones contradictorias y encontradas. La liberación del aficionado al Tour por un lado, la desolación al otro lado de los Pirineos. Fue el salto definitivo a la fama del tercer clasificado el año anterior. No pudo con Zulle en la lucha por la segunda plaza, pero en la última crono apretó bien duro para dejar claro quién iba a convertirse en el enemigo número uno en próximas entregas, en ese ogro que se alzaría sobre sus pedales a base de una fuerza inhumana que resultaría imbatible. Desde Sestriere hasta París, pasando por Hautacam, donde se merendó a todos sus rivales, y una etapa reina en la que unió fuerzas con Dufaux para sentenciar en tierra de Induráin un maillot amarillo que no volvería a lucir jamás.

La historia posterior es bien conocida, con la confesión de varios integrantes de aquel Telekom de haber recurrido a métodos ilegales para mejorar su rendimiento. Curiosamente, al presuntamente haber prescrito, no se le ha retirado jamás aquel título. Lo de siempre, una falta de criterio que sólo trae más división. O todos, o ninguno. Pero dicho lo cual, Míster 60, como se le conocía, confesó y de un modo u otro siguió venciendo, ya que su estatus como ganador de Tour ha seguido intacto más allá de aquellas turbulentas semanas. Riis arrebató el Tour a Induráin, y ese trauma durará toda una vida a todos aquellos que pensaron que Miguel era inhumano e invencible. Es como descubrir los secretos de la Navidad de golpe, sin respirar y sin anestesia.
Ese 1996 fue un Tour raro, con los clásicos diez aspirantes que estaban esperando heredar el trono. Algunos de ellos destacaron antes y se enfrentaron al poder establecido. De Les Arcs, donde el gran mito cayó, a Val d’Isere, cuya cronoescalada ganó Berzin, una de las pesadillas del navarro, muchos nombres pasaron por la palestra como candidatables, incluido un Abraham Olano que tenía piernas de podio y acabó abandonado a las tácticas suicidas del Mapei de Squinzi. Riis se pronunció en los menos de 50 kilómetros de etapa de Sestriere en la que los pasos por Iseran y Galibier fueron suspendidos por la nieve. Sí, en julio. Riis marcó territorio y sentenció en Pirineos. De nada sirvió que Ullrich, su joven compañero en Telekom apenas pudiese resistirse a ganarle la crono a esta auténtica bestia el penúltimo día.

Riijs después pasó a ser una voz autorizada en el pelotón. Tanto que encabezó las protestas de los corredores por los registros en el Tour de 1998 y se erigió como el enlace entre Jean Marie Leblanc, mayor autoridad en la carrera gala, y sus compañeros de profesión. Muchos en el gran grupo se sintieron traicionados por alguien que colgó la bicicleta y se pasó al volante, cosechando casi más éxitos así que sobre la bicicleta. El CSC danés fue variando sus denominaciones hasta pasar a manos de Tinkoff, con ásperas diferencias con el magnate ruso y la amable invitación de Tinkov a abandonar el barco. Pese a que siguió dirigiendo en otras estructuras, supuso su retiro del primer plano del ciclismo.
Escrito por Lucrecio Sánchez
Fotos: Sirotti