Opinión

Bradley Wiggins, Sky y la realeza ‘mod’ británica

La emergencia de Bradley y el germen de la llegada del ciclismo como deporte de masas al Reino Unido convivieron en el tiempo. La vuelta de lo vintage, expresado en la moda creciente de las fixie, la imagen aparentemente desarreglada que muchos no se atreven a lucir, lo hipster y la modernidad del ciclismo urbano. Todo sucedió a la vez. El éxito y la efectividad de lo nuevo, de las primeras veces, ésas que tienen lugar en el tiempo adecuado del que se habían apoderado ciertas nostalgias.

Sky llegó para completar el círculo y hacer retumbar los cascabeles de los felinos. Mientras, Wiggo paseó su estigma de pistard de pedigrí con ánimo de instalarse en el asfalto y un sueño por encima de todo: ser campeón del Tour de Francia. Y así ser protagonista y bandera de otro asalto, el del ciclismo en la isla. La locura de la bicicleta seguía su curso, sigue en nuestros días. La aplastante ola del ciclismo profesional estaba por llegar.

La incesante fábrica de talentos que supuso Sky unida a una inversión económica de postín fue un cocktail perfectamente empastado que dio como resultado el despertar del recurrente orgullo patrio tan clásico en la mentalidad británica, tan segura de sí misma que no podía ser tolerado que su histórico espíritu imperial permitiese un territorio sin conquistar. Con el maillot amarillo como claro target, Bradley sumó con su cuarto puesto en París (2009) una firme piedra en el camino de la construcción de una ilusión/ambición más que nunca posible. 

Ensayo y error. Lo que la gravedad y las clavículas evitaron durante veinticuatro meses no lo pudo remediar ni el poderío del delfín más poderoso de su equipo y probablemente del pelotón. Tanto que sólo pudo ser retenido durante aquel mes de julio. Cual caballo desbocado, dominaría el ciclismo más o menos a su antojo durante cuatro julios más. Pero llegaba tarde. La pica en Flandes (o en la vecina Gante, que vio nacer a nuestro protagonista) ya estaba puesta, Wiggins ya fue nombrado ‘sir’, ya era la parte de la leyenda que iba a quedar en las retinas, ese primer amor, recuerdo, sensación de victoria en un campo hasta la fecha semidesconocido para los emergentes supporters británicos. El punto clave que aunó varias corrientes de histeria, teclas, tinta y patillas al tiempo que la elegancia del ciclista nato en Bélgica galopaba por los verdes parajes franceses luciendo el anhelado color amarillo.

El riego que empujó a crecer las semillas del hoy, mucho menos apetente. La sociedad ha llevado en todo este tiempo al extremo los estigmas de inmediatez y desatención que tendían a asomar por aquel 2012. A golpe de tweet se entiende el mundo. A golpe de pedal se imperializa. Brad legó un breve paso por la cima con la altura presidencial que ello determina para quien protagoniza la estancia en esa atalaya. Legado que se transmite a generaciones que no tendrán el hueco para penetrar en el imaginario colectivo de un público ya altamente acostumbrado a las mieles del éxito e inanimado e inmunizado, palabra que no podría estar más de moda, de la llegada de más ramos de flores y trofeos que tardarán años de travesía penosa por desiertos áridos para recuperar su efecto y que sean valorados en la justa medida que su mérito indica. 

Como con el britpop o el Brexit, las corrientes de sentimiento varían y se depositan en unas solas personas como estandartes del ideario. Las tiendas repletas de libros de ciclismo, muchos más protagonizados por el ganador de un solo Tour que del cuádruple triunfador en París. Curioso. Se llegó a hablar de la pureza originaria de Bradley frente a una influencia keniata de Chris. Caló más Geraint, luciente de las patillas clásicas que en combinación con el cielo gris y una gabardina beige podrían empatizar bastante más con el de a pie británico que una historia basada en la doble nacionalidad. Eso no casa con el espíritu británico. Menos en un momento donde las identidades han sido exaltadas para despertar la división clara. Y en esa división no hay lugar para alguien que llegó tarde. O que tal vez no tenía hueco para aparcar en el parking lot de la significancia. 

Escrito por: Jorge Matesanz (@jorge_matesanz)
Foto: Sirotti 

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