Historia

¡Buenas tardes, Indurain! Soy el Señor del Mazo (Tour 1996)

Miguel Indurain se presentaba a la salida del Tour ’96, en Hertogenbosch, con la intención de batir el histórico record de cinco victorias en la Grande Boucle que estableció Jaques Anquetil, y que posteriormente igualaron Eddy Merckx, el francés Bernard Hinault y el propio campeón navarro.

Todos los ojos de los aficionados, todas las cámaras de televisión y todos los flashes de los fotógrafos estaban pendientes de Miguel. Y Miguel, dependía de sus piernas para superar el gran reto.

La primera prueba de fuego para la continuación de su reinado en las carreteras francesas llegó en la séptima etapa, con la llegada de la alta montaña. El Col de la Madeleine, el Cormet de Roselend y la estación de esquí de Les Arcs eran los escollos que se debían encontrar los corredores en los 202 kilómetros que separaban la salida, situada en Chambery, de la llegada en alto – Les Arcs -.

La magnitud del acontecimiento hacía presagiar que grandes cosas iban a suceder, pero esas cosas se desarrollarían de una manera muy diferente a lo pronosticado sobre el papel.

El protagonista de la primera minihistoria tendría el nombre y apellido de Laurent Jalabert. Tras lo demostrado en la edición anterior, Jaja se había ganado los galones para ser considerado un serio aspirante a destronar al rey de Villaba. De hecho, llegó a decir que “estaría listo para cuando se retirara Indurain”. Pero, su sueño terminó tan pronto como los ciclistas se dispusieron a seducir  a esa elegante, y difícil, señora llamada Madeleine. El corredor de Mazamet no pudo seguir el ritmo del resto de favoritos y se desfondó de manera fulminante, diciendo adiós a sus posibilidades en el Tour.

Ya en el Cormet de Roselend, otro francés, Stephane Heulot, de La Française des Jeux, vio truncadas sus esperanzas de mantener el maillot amarillo ganado días atrás en una fuga, protagonizando un hundimiento moral de los que no se olvidan.

Sus lágrimas en plenas rampas de puerto, su silueta con el brazo izquierdo apoyado sobre el manillar de la bicicleta, y los intentos desconsolados de su director por hacerle volver a la carretera, pertenecen también a la memoria de la carrera.

Sin embargo, la carrera continúa. Siempre continúa – y que no pare nunca, por nuestro bien -, y en esta ocasión los corredores prosiguieron su camino con la incógnita de saber quien sería el nuevo dueño de ese maillot que Heulot había desperdiciado. El descenso del Roselend es peligroso, más si el piso está mojado. Y sino, que se lo pregunten a Gastón.

En esta ocasión, un rosario de corredores daría con sus huesos en el suelo. Alex Zulle o su compatriota Tony Rominger, que fue a parar a un pequeño río, fueron dos de ellos. Pero sin duda, la caída más espectacular y peligrosa fue la protagonizó Johan Bruyneel, que se salió en una curva, y cayó desprendido por un precipicio, salvando su vida milagrosamente y volviendo a reintegrarse al grupo sin mayores problemas aparentes.

Después, Udo Bolts atacó entre puerto y puerto, y comenzó la ascensión a Les Arcs con ventaja sobre los favoritos, que ya estaban bajo el yugo de Indurain.

Zulle, Rominger, Olano, Virenque y hasta un sorprendente y jovencísimo Jan Ullrich seguían la estela del navarro esperando acontecimientos, hasta que Dufaux hizo el primer demarraje serio de la ascensión. Se fue del grupo principal, y cazó al alemán de Telekom. Unos kilómetros más adelante, Luc Leblanc hizo honor a su carácter intranquilo y escurridizo, y saltó con fuerza de un grupo en el que todos se miraban.

Leblanc fue aumentando la distancia a pasos agigantados, Atrapó a Udo Bolts, que ya no estaba para muchas alegrías, y le pasó como una locomotora. Dufaux, ex-compañero en Festina, sufrió la misma fortuna, de modo que el francés de Polti paso a liderar la prueba. Decidido y con fuerza, subió parte de la ascensión en plato grande confiado en sus posibilidades y esperanzado en volver a entrar a la meta en plan triunfante, como en Hautacam en el Tour de Francia ’94.

Pero lo verdaderamente importante, y a la vez sorprendente, iba a llegar atrás. El grupo se había seleccionado de tal manera que ya solo quedaban los más fuertes en él; Rominger, Olano, Rijs, Indurain y el resto de favoritos estaban sumidos en la incertidumbre del primer día de contacto con la montaña, y de no saber cual era su estado de forma real. Hasta que, Ullrich, bajo mandato de su líder de equipo, Rijs, forzó el ritmo y comenzó a mover el manzano, para que Olano después, diese continuidad y descubriese todas las carencias del gran Miguel Indurain.

A falta de 4 kilómetros para meta, el señor del mazo le hizo una visita sorpresa al corredor de Banesto, y la carrera dio un giro de ciento ochenta grados, para sorpresa de aficionados, directores, corredores y prensa especializada. Lo impensable había sucedido. Lo que todos sus detractores deseaban, y lo que sus seguidores acérrimos temían, llegó en un momento que estaba reservado para escribir un suceso de otra índole en la historia de la Grande Boucle.

Después de cinco años consecutivos sin mostrar apenas fisuras en la ronda gala, el mito se derrumbaba como un castillo de naipes. El sueño del sexto Tour comenzaba a diluirse, y esa misma fantasía, aunque en un número menor, empezaba a rondar por la cabeza de sus rivales. Unos rivales que, por cierto, ante tan inesperada situación, se pusieron más nerviosos que si hubieran perdido sus opciones en la general. Un rayo de esperanza se había filtrado entre los espesos nubarrones de la tarde de Les Arcs para los “eternos” aspirantes, y éstos no estaban dispuestos a desaprovechar una oportunidad tan apetecible. Como diría Toshack, “corrieron como pollos sin cabeza”, con sobredosis de adrenalina y tratando de sacar la mayor renta posible, por si el ogro volvía a despertar. Rominger se fue hacia delante, Olano seguía tirando, Berzin volvía por sus fueros, un sorprendente Luttemberger también se movía en posiciones cabeceras, y todos con el afán de eliminar al enemigo número uno.

Por su parte, Indurain se hundía cada vez más. Su rostro fatigado era un poema, y su ritmo de pedaleo muy diferente al que estábamos acostumbrados a ver. Mirando para todos los lados, y pidiendo agua sin cesar a su coche, la figura de Indurain se mostró débil y vulnerable por primera vez. En plena soledad en la escalada a meta, ese hombre del que habían dicho que era de otra galaxia, bajo a la tierra de golpe y porrazo. Lo que no habían conseguido los puertos míticos de la prueba francesa, lo iba a conseguir un puerto largo, pero tendido y sin excesiva dureza.

Su soledad se fue acrecentando, y su imagen se hacía cada vez más minúscula. Corredores que se habían quedado volvían a ponerse a su altura y le rebasaban con demasiada facilidad para ir tan justos de fuerzas. El suizo Alex Zulle, con las magulladuras de la caída como adorno, le pasó, y su gesto, como el de la mayoría de los aficionados, fue de sorpresa al ver el panorama que se había encontrado. A Indurain, los escasos tres kilómetros que le faltaban para llegar a la meta se le hicieron eternos, casi más largos que el resto de la etapa.

Entre tanto, ajeno a esa vorágine, Leblanc continuaba en cabeza reduciendo la distancia que le separaba de la gloria para lograr un triunfo que, para su desgracia, iba a ser más recordado por lo que pasaba detrás de él, que por lo meritoria de su actuación. A menos de un kilómetro, se vio vencedor, y cuando entró en la meta, lo celebró por todo lo alto. Totalmente emocionado, con lágrimas en sus ojos, Leblanc levantó su brazo derecho y certificó su segundo triunfo en el Tour de Francia, éste logrado atacando y demostrando su raza de escalador.

Mientras el corredor del Polti celebraba su victoria con los masajistas de su equipo, y Rominger entraba en la meta como avanzadilla del grupo de los aspirantes a 47 segundos – el resto lo haría a 52 -, Indurain seguía inmerso en su crisis. El reloj corría demasiado rápido para que fuera verdad, y la pancarta de línea de meta no aparecía para su desesperación. Llegó antes que él, el otro gran derrotado de la jornada, Alex Zulle –segundo en el Tour ’95 -, que cedía tres minutos. Pero tendría que pasar otro minuto largo – 4;19 segundos – para que el campeón navarro apareciese por esa línea en la que había llorado Leblanc.

Lágrimas, pero de otro sentimiento bien distinto, son las que derramaría el corredor de Banesto en la intimidad, al ver que su gran sueño iba desapareciendo como granos de arena esparcidos en el desierto.

Escrito por: Federico Iglesia
Foto: Sirotti

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