De Luxemburgo era Charly Gaul, ese escalador mítico que entró en la leyenda por ser considerado uno de los mejores de la historia cuesta arriba. De mayor conservaba esa mirada tan característica y ese gesto de abrir parcialmente la boca sin aparente necesidad. Un automatismo que recogen todas las fotos de la época, las que le encumbraron y le llevaron al éxito, todas sus conquistas en alta montaña, su territorio. Curioso cómo alguien que tenía los puertos tan alejados de su país natal pudo desarrollar semejante potencia en la escalada. El ciclismo es una cuestión de trabajo, por supuesto, pero también de talento. Y de eso el ‘Ángel de la montaña’ sabía un buen rato.
Formó junto a Bahamontes una buena dupla en aquellos años del predominio de Anquetil en el ciclismo. Ambos aprovecharon la ventana previa que este deporte abre justo antes de la época de un dominador. Eran años donde el Giro tenía tanto peso como el Tour. Sus montañas acababan de perfilar mitos como Coppi, Bartali o Magni, que a la postre iba a ser el mayor rival del luxemburgués en aquella edición mítica de 1956. No se estilaban mucho los finales en alto en la época, y aquel 8 de junio iba a tener lugar la llegada más esperada de aquella 39ª edición de la corsa italiana.
Una etapa de 242 kilómetros, varias dificultades montañosas y otros problemas añadidos. Por ejemplo, que el día anterior estaba ubicado el Stelvio. También que las condiciones meteorológicas iban a ser las protagonistas e iban a hacer que de los 89 participantes que tomaron la salida en la Merano (que casi cuarenta años más tarde daría el pistoletazo de salida al nacimiento del mito de Pantani) únicamente poco más de cuarenta continuaron en carrera tras este dantesco día del Monte Bondone. Charly había perdido la carrera, sobre todo, el día anterior. Las rampas de ‘Su Majestad’ le sentaron mal al luxemburgués, como el resto del Giro. No estaba siendo su año.
En la salida, Charly se encontraba a más de 16 minutos de la maglia rosa, que portaba un italiano: Pasquale Fornara. Gaul venía de ser tercero en el Tour del año anterior (1955), donde la maglia rosa en Merano fue cuarto a un escaso minuto de haber alcanzado ese tercer peldaño que da el acceso a la gloria de París. El italiano no era mal ciclista. Años más tarde (1958) sería segundo en la Vuelta a España que se llevaría el francés Jean Stablinski. Había buenas perspectivas con él, aunque sólo aventajaba en un puñado de segundos al también transalpino Cleto Maule, que estaba viviendo el momento de mayor esplendor de su carrera deportiva.
Bahamontes se iba a llevar un buen varapalo en la etapa del Stelvio. Pero ya tenía lo que quería, que era ser uno de los tres ganadores de la montaña, que se entregaba por macizos aquel año. Fue el único triunfo del español en esta clasificación en lo que al Giro se refiere. Como Gaul, había sufrido en la etapa del Stelvio y perdió muchas opciones. Es más, ninguno parecía asomar ni encontrarse con su año en la corsa rosa. Los pinchazos hicieron el resto, retrasando al gran rival de Gaul en las montañas. Ni siquiera terminó aquella edición el español. Ni siquiera terminó la etapa.
El frío y la nieve fueron los protagonistas de la etapa. En la bajada de un puerto pasó primero el toledano, viendo cómo un ciclista italiano perdía el conocimiento yendo junto a él. Aquello le impactó tanto que dejó la carrera, era un escenario demasiado dantesco para Bahamontes, precisamente poco aficionado a los descensos de por si, que ya había cumplido sus objetivos en aquella edición del Giro. Mientras tanto, Gaul seguía adelante, buscando en el día más esperado de aquel medio mes de mayo y de junio la hazaña más inesperada. Y la consiguió. Buscó la meta en solitario como los grandes, como lo que él era, y logró alcanzarla entre rivales que en realidad eran regueros de ciclistas que únicamente sobrevivían como podían.
Ha sido una de las etapas más difíciles de todos los tiempos debido a condiciones climáticas. Y eso que las cimas que se atravesaban en ese día de junio no eran las más altas de los Alpes italianos. Iba a ser la tercera victoria parcial para el luxemburgués, que iba a conseguir lucir la maglia rosa en una épica cabalgada entre escenas dantescas de abandonos, ciclistas entrando en los bares para pedir agua caliente o avituallarse con coñac, metiéndose en los coches, buscando el refugio mínimo que podían.

Entre la tormenta de nieve aparecía la figura del escalador de la boca abierta, de la mirada inquietante. Se adelantó siete minutos en meta al que fuese líder de la prueba durante diez jornadas. Soldados italianos habían despejado la subida al Bondone de nieve para que los ciclistas pudieran pasar. Se dice que hubo empujones, ayudas a ciertos ciclistas. A Gaul, cuenta la leyenda, que nadie le ayudó por no ser italiano y solicitar la ayuda en francés.
El agotamiento y la hipotermia le hicieron ir perdiendo tiempo en la subida, pero su ventaja era tal que aún así le daba para ponerse de rosa y sentenciar la carrera en su favor. Se dice que llegó a meta con una pierna insensible y necesitó de ayuda médica. Si la etapa dura unos kilómetros más no hubiese ganado aquel Giro. El que era líder de la general y lucía, por tanto, el rosa, iba cediendo terreno, pero intentó bravamente seguir para luchar por ganar ese Giro. En la subida final al Monte Bondone tuvo que bajarse de la bicicleta y entre sollozos dejar una carrera que de haberse disputado en condiciones normales se hubiese llevado.
Fornara nunca se vería en una igual. Gaul ese día se ganaría su apodo y los restantes ciclistas vivieron una fantástica pesadilla sin final, a una media de velocidad bajísima, inferior a los 26 kilómetros por hora de media. Puertos como el Costalunga, el Rolle, el durísimo Brocon y el final en Bondone. Más de nueve horas sobre la bicicleta en esas condiciones a través de un raid montañoso por el corazón del Trentino. La épica bajo la nieve y el frío. Páginas gloriosas de la historia del ciclismo.
Escrito por Lucrecio Sánchez
Foto: Getty Images