Heráclito y el movimiento como sinónimo de vida es un principio aplicable también al calendario ciclista. Las carreras, elementos vivos que ciertamente evolucionan en su concepción, relevancia e influencia, fluctúan con naturalidad gracias a las modas de participación, a la ubicación temporal dentro del año ciclista y las circunstancias que rodean al evento y sus fechas. Un principio muy orteguiano. Y como de filosofía anda el juego, por qué olvidarse de frases de ‘El Principito’ como la que afirma que “el mundo entero se aparta ante un hombre que sabe adónde va”.
Todo tiene que ver con el aparente nihilismo que desprende el Tour de Romandía. El prestigio de los helvéticos está fuera de toda duda. Digamos que el cambio climático les ha pillado precisamente con el paso cambiado, en una posición con mucha tradición en el calendario, antecediendo al Giro de Italia, un clásico, pero con tanta cercanía y exigencia que asusta a los que quieren hacerlo bien durante el mes de mayo en la grande italiana. Antaño sí era el último test antes de arrancar en tierras transalpinas, una piedra de toque sobre la que construir sus esperanzas y sus estrategias en la corsa rosa, donde si has rendido en exceso en Romandía llegas con las fuerzas más que ajustadas al final, donde el Giro precisamente concentra gran parte de su dureza.
En la actualidad, el protagonismo previo a la salida desde Budapest del viernes 6 de mayo ha recaído más en el Tour de los Alpes que en la propia Romandía. Los líderes han preferido una carrera más alejada del inicio de las tres semanas que otra que les dé ese toque final para casi enlazar con la gran salida. Otro rol que asumía la organización suiza era la de recoger a los ciclistas que venían de realizar una excelente primavera. Todos ellos, ansiosos de reposo para preparar futuros objetivos, jugaban las últimas cartas de su pico de forma en estas carreteras. Ciclistas que en su mayoría afrontarían el Tour en lugar del Giro y que tras Romandía afrontaban un descanso en sus estados de forma, normalmente seguido de una concentración en altura y el retomar de la competición a través de Dauphiné y otras nuevas carreras ocupando ese lugar como la Route du Soud francesa. La búsqueda de la puesta a punto sin quemar el motor en demasía se ha convertido en la obsesión. El metro, la escuadra y el cartabón para que los aparatos midan en qué se gasta cada centímetro cuadrado de la grasa.
Y ahí la prueba helvética tiene un problema serio. No porque le vaya a ir mal, que es una fecha bastante asentada en la máxima categoría y con un palmarés absolutamente envidiable para cualquier ronda de una semana. El recorrido podría ser una forma de llamar la atención sobre los medios y los ciclistas, aunque no parece un reclamo suficiente a estas alturas. Desde Rominger, en 1995, ningún ganador de esta carrera ha levantado la espiral de vencedor en el Giro. Un dato relevante a la hora de plantearse un camino u otro para llegar a Milán (o a Roma, Verona, donde toque). Algunos corredores posteriores, y bien célebres, sí han podido pisar el cajón tras haberse enfundado el maillot amarillo definitivo aquí. El último, Primoz Roglic, si bien sufrió de lo lindo para ser tercero en el podio por tan solo ocho segundos con respecto a Mikel Landa.
Mover sus fechas sería otra de las opciones, pero dónde y con qué objetivo. Un sabio dijo alguna vez aquello de “el que se mueve no sale en la foto”. Y qué razón. Cuando la tendencia regrese a puntos pretéritos, la fecha volverá a ser imprescindible. Si alguien te ha reemplazado, se aprovechará, con todo el derecho del mundo, de la vacante que dejaste y que ahora habrán hecho propia. Un auténtico laberinto de intereses cruzados entre equipos y ciclistas que están poniendo en jaque a uno de las rondas de una semana más prestigiosas del calendario internacional.
Escrito por: Jorge Matesanz (@jorge_matesanz)
Foto: Sirotti