Como en el fútbol o el baloncesto, existen en el ciclismo una especie de amuletos, de símbolos imperturbables, que el paso del tiempo no marchita. Es el caso del Passo Gavia, esa cumbre que pasó a la historia del deporte en 1988 con aquella invencible nevada que unos valientes doblegaron y multiplicaron la leyenda de la relación entre la montaña y la bicicleta. Los Alpes, por elevación y altimetría los grandes puertos de Europa, dividen entre Italia, Francia, Suiza y Austria una serie de colosos que tienen vida propia. El Gavia es una historia en sí mismo, es un mundo en sí mismo. Subir desde Ponte di Legno es hacerlo a un puerto que redondea números de 18 kilómetros sobre el 7%. Palabras mayores.
Si añadimos el extra de la falta de oxígeno de la segunda mitad del ascenso, la dificultad puede resultar extrema incluso en cicloturistas a cuestas de una gran forma física. Todo ciclista que se crea merecedor del carné como tal ha debido ascender a los más de 2600 metros de altitud que supera esta montaña. La propia cota del puerto nos obliga a llevar ropa de abrigo para la bajada inclusive en días de mucho calor o de época estival. Nadie se libra del frío del gigante en el descenso.

Hay que señalar que el asfaltado completo de esta cara del Gavia data de finales de los años 90. Imágenes míticas de la maglia rosa, Abraham Olano, sufriendo de lo lindo en 1996 en este ascenso. El esfuerzo, entre otros factores, le llevarían a ceder el liderato en Aprica tras la puntilla del Mortirolo. Y es el mal de este passo, que te pasa factura cuando menos lo esperas.
Calentemos las piernas, cojamos carrerilla. El ascenso que nos ocupa tiene una pendiente constante, sin grandes variaciones de porcentajes. Superará por poco los dos dígitos, sí, pero no bajará del 7% en ningún momento salvo en un pequeño rellano en las primeras estribaciones del coloso. La constancia es una de las características más temidas en subidas como esta. El cansancio se acumula y no perdona.
Tras unos primeros kilómetros de tramos de carretera ancha, de dos carriles, y que van acercándonos a las montañas que vamos a escalar, la plataforma se estrecha y se mantendrá así hasta la cima. Apenas caben dos coches en algunos tramos, dando la sensación de peligrosidad. El quitamiedos pasa a ser de madera, cubriendo un precipicio que quita el hipo si le dedicas una buena mirada. La parte central asciende a base de herraduras (tornanti, como se conocen en Italia). Después, a media ladera, se encaran los kilómetros más duros, con medias que rondan el 10%. Un auténtico calvario.

Más allá, toda vez que la altitud empieza ya a rondar los 2000 metros, los árboles comienzan a desaparecer y se impone la pradera alpina clásica de alta montaña. Son tramos más lineales, salpicados con algún requiebro a la montaña. Así, llegados al sector final, atravesamos un túnel bastante peligroso y estrecho que nos dará mucho respeto. Habrá que tener precaución, más aún que en el descenso, donde la velocidad será más alta, es cierto, pero pasaremos menos tiempo en él. En subida, pese a que el tráfico tampoco es excesivo fuera de días estivales y vacacionales, pasamos más tiempo dentro. Luz, paciencia y precaución.
El viento será protagonista de la parte final, muy abierta ya y expuesta. Al tratarse de un valle, sólo hay dos opciones: a favor o en contra. El lago Nero ameniza nuestra escalada, ya a punto de llegar a su punto final. El Rifugio Bonetta se alza sobre el horizonte y ya vemos el final del sufrimiento. Aún así, se hace de rogar, parece que no llega nunca. Y es que ése es un arma de doble filo.
Un pelín más adelante, dentro de una ligera planicie sobre la que se asienta la cima, vemos el lago Bianco, que es el preludio del descenso hacia Bormio, del que trataremos en alguna otra ocasión. El Gavia es suficientemente espectacular como para tener que verse en sus dos vertientes, ambas magníficas, si bien esta de Ponte di Legno gana en dureza a su opuesta.








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Escrito por Lucrecio Sánchez
Fotos: 1001puertos.com