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Col du Tourmalet y col du Galibier: los guardianes del Tour de Francia

Desde las alturas saludan a los ciclistas esas grandes cumbres, sobre las que el ciclismo fue capaz de extender una lona fuerte sobre la que soportar numerosos traspiés. No importa cuántos casos y cosas hayan acudido a desprestigiar a un deporte de moral tan frágil como el nuestro. Siempre que la carretera apunta al cielo, todo lo malo queda en el pasado y lo bueno del futuro se afronta con una mezcla de sensaciones que va entre el latir fuerte de quien espera a sus ídolos en la cuneta y quien lo hace por el esfuerzo que estos gigantes acostumbran a pedir a los ciclistas como sacrificio sobre el altar. La gloria todo lo merece. Años de sacrificios para estar ese día allí, aplaudido por los pacientes, observado por las masas y juzgado desde las alturas por un Dios más cercano que el divino, más terrenal y cruel a veces. Un delgado hilo separa el éxito del fracaso en un par de montañas que han seleccionado el cruel destino de los osados irreverentes que desafían sus cuestas. Valientes que aúnan valor con inconsciencia, sudor y sufrimiento con la satisfacción de haber vencido, cual bíblico Goliat, a todo un gigante.

El viaje entre dos montañas centenarias en el Tour de Francia que distan todo un país de distancia, y tan sólo un año de diferencia de edad. Entre que Octave Lapize lo coronase por primera vez en 1910 y Andy Schleck lo domase como final de etapa por primera vez pasaron exactamente cien años. 76 ascensiones intermedias hasta los 2115 metros que han crecido y/o menguado dependiendo de la época y de la actualización de las mediciones. Como la espalda de una persona mayor, las montañas viejas encogen. Cuántas historias guardan sus laderas. Tránsitos a pie entre la épica, las adversidades meteorológicas y las propias luchas del ser humano contra la gravedad. Tourmalet significa camino de mal retorno. Toda una metáfora de bucles eternos e interpretaciones proféticas. Delicias para quien gasta un papel en mano o una cámara al hombro. Pena de castigo para los que desde la altura de sus ojos vivencian todos esos momentos de sufrir. La existencia de momentos buenos implica la operancia de momentos malos. La épica está basada en el sufrimiento. En ciclismo, en caras desencajadas y laderas repletas de recuerdos.

Los Pirineos no tienen un santuario igual en toda la cordillera. La fama del Col trasciende los propios significados ciclísticos e incluso geográficos. En todos los contextos se conoce que Tourmalet es una montaña del mismo modo que se sabe en cualquier rincón del universo que la Torre Eiffel está sita en la orilla del río Sena a su paso por París. En las praderas del Tourmalet no se escucharán las bellas melodías de acordeones tocando en la marcha del sol hacia una nueva noche. En París no se imagina un espacio donde el tiempo se detiene, desaparecen las dimensiones, se hace el silencio y sólo quedáis dos: el puerto y tú. El Tourmalet es el rey indiscutible de los Pirineos como el Galibier lo es de los Alpes. Todas esas leyendas asignables a uno pueden ser perfectamente relatables del otro. El coloso alpino gana más altitud, más de 500 metros en vertical exactamente. Las peanas son más elevadas, como en las fiestas el tacón eleva los pies y las frentes de las damas. Es un añadido de dificultad más, por luchar contra los propios pulmones el coloso robándole oxígeno a la escena. Paisajes de ensueño, cuestas de pesadilla y trazados diabólicos que sólo la benevolencia del ser humano ha dulcificado por ampliar los firmes, rediseñar y mejorar las carreteras y reducir algunos ápices de épica a estas macrosubidas.

Eran otros tiempos cuando se comenzó a escalar con pesadas máquinas a estos colosos. Ni siquiera las rutas son iguales. Al Galibier norte se trepaba por otra vía. Incluso el apéndice posterior al túnel ha sido un añadido posterior. El atrezzo de la cima del Tourmalet es diferente, incluso las estatuas han sido movidas de sitio. Las nieves cada vez son más volátiles, como la sociedad que la observa con preocupación, distraída por múltiples abcesos de inseguridad e interés inmediato. Cuando el Tourmalet y el Galibier nacieron se tardaría horas en superarlos. En la actualidad, los ídolos del pedal emplean una cantidad de tiempo notablemente menor, de eso no hay duda. Lo que también es claro es el hecho de que la inmediatez jamás se impondrá ante estos dos guardianes del Tour, por mucho que los tiempos modernos quieran contabilizar los minutos en cuotas de pantalla. Números que como los números primos jamás llegarán a reducirse al absurdo. Nunca se tardará cinco minutos en subir el Galibier, aunque después construyan un video de highlights para contraprogramar la tradición, que es el ciclismo, que es de la que vive el ciclismo.

Porque si el Galibier quiere adjuntar su hoja de servicios, tiene un currículum más que interesante en las últimas décadas. El Tourmalet, en cambio, tiene mayor dependencia de la leyenda. El Tour y los ciclistas girarán el cuello para responsabilizar a la montaña, que ha sido la única variable que no ha variado en los más de 110 años de vida en el ciclismo. Los ciclismos y los protagonistas que los han defendido y liderado han sido los que han ido naciendo y muriendo mientras roca sobre roca el Col seguía ahí expectante, aburrido, mirando desde las nubes lo que pasaba a ras de suelo. Los kilómetros pesaban como alforjas en esta romería sin descanso. Lo liviano de lo previo y los posterior ha cambiado a los actores de sonrisa perfecta y guapura eterna. Ahora está más de moda el highlight, la gente se acordará más de Froome corriendo carretera arriba en el Ventoux que de los ataques insistentes de Ullrich en el Tourmalet veinte años atrás. O la batalla en la Vuelta de Perico y Montoya. O el atrevimiento de Induráin con un puerto con el que tiene feeling y que le empujó ladera abajo para conseguir su primer amarillo.

En cambio, el Galibier es Pantani. Es Escartín, es Alberto Contador, que reventó el Col en 2007 para volverlo a dignificar en 2017, aunque con el mismo resultado fallido en irrelevancia. Reivindicando ese ciclismo epopéyico. El Tour estrenó la cima como meta en 2011. La desvirgó el mismo, Andy Schleck, el nexo de unión entre todos los campeones de una y otra cima. Aún así, qué no habrán visto esos paisajes lunares, austeros ya en vegetación a más de 2000 metros. Un lado más natural, el sur, que otro. La estaciones de esquí vinieron para quedarse, la huella del ser humano llegó más allá de Altamira. En el fondo tampoco hemos cambiado tanto. La obsesión por dejar huella en nuestra propia vida nos llevá a las obsesiones del corto plazo y las prisas. Justo lo contrario a lo que estas cimas representan, que es el esfuerzo largo, la vista alta en el manillar y el sentir que no sólo en el paisaje, sino que en el sufrimiento también hay belleza. Sino no nos gustaría el ciclismo como nos gusta. Sino no marcaríamos en rojo cada hoja del calendario que incluye paso por el Galibier o por el Tourmalet, ambos guardianes del Tour de Francia.

Escrito por Jorge Matesanz

Foto de portada: Pinterest (subida por Cycling for Fitness)

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