Mortirolo, Stelvio, Marmolada, Pordoi, Finestre, Sestrieres… la lista es interminable. Estoy convencido de que si la prolongamos un tanto, se incluyen tres o cuatro puertos responsables de que a la gran parte de nuestros lectores se hayan enganchado al ciclismo. Tal vez me quede corto. Y de esas maravillas de puertos, el enganche con el Giro, esa carrera que tiene en las altas cumbres su rasgo distintivo, así como la falta de complejo, el riesgo y la personalidad. Todo ha ido mutando, dejándose llevar por la corriente. Una meta en lo alto del Fedaia, etapas cada vez más cortas, contrarrelojes trasformadas en prólogos, recorridos a cada paso menos imaginativos.
Rastrear el mercado es útil, ayuda a elaborar un mapa de lo que te rodea y ejemplifica los listones a superar. Como decían nuestras madres: si el vecino te dice que te tires por la ventana, tú no te tienes por qué tirar. Y las madres siempre han tenido razón, por encima de cualquier lógica económica. Que el modelo de rampas y espectacularidad final es muy goloso no lo duda nadie. La Vuelta ha reflotado y disfrutado de los mejores años de su existencia gracias a él. Pero el Giro es otra cosa. Debe ser otra cosa. Es el mayor recodo de épica, de tradición underground, esa alternativa al poder del Tour. Nunca alcanzará esa locomotora. El que se mueve, no sale en la foto. Refranero. El Tour va por una deriva similar, buscando y buscándose, olvidando lo que le hizo llegar hasta aquí. Pensando la carrera para quienes tienen pánico a ganar. Y que no lo harán jamás, dicho sea de paso.
Siempre el miedo. El miedo a que la carrera se decida demasiado pronto. Al que dirán. A que haya quejas y plantes. A tener que posicionarme. A mostrarme y arriesgar. Veamos la diferencia. Año 2003. Etapa que terminó al pie del siempre mítico Agnello tras ascender más de media Fauniera y el congelado Sampeyre. Con medio motivo menos, las otras dos grandes hubiesen cancelado sin pensárselo. El Giro de ahora, también. Se subió y bajó dicha montaña con asfalto de color blanco por la helada. No hablamos de una vía ancha de dos carriles, sino de medio carril sin más protección que los avemarías que hayas rezado al coronar. Al otro lado, el muro.
Más de cincuenta corredores quedaron fuera de control. No fue repescado ningún ciclista. Chapeau. Es cierto que restaban dos jornadas, pero decisiones así enseñan las orejas del lobo. Navegantes. ¿Qué pasó en 2011? El desgraciado fallecimiento de Wouter Weylandt en el passo del Bocco, carretera ancha y relativamente sencilla fue utilizado como ariete para eliminar una montaña a la que los equipos tenían mucho respeto: el Monte Crostis. Tan sólo un día antes de celebrarse esa etapa, la organización cedió a las presiones y retocó el perfil de una jornada que pintaba a épica. Y se quedó en una llegada en alto más. El ciclismo de perfil bajo. El cutre.
El descenso de Crostis (enlace al video) tenía su miga. También lo tenía el Gavia sólo un año antes. Nadie está obligado a arriesgar más allá de sus posibilidades. Si un descenso tiene que ser a 30, será a 30 y no a 70. Los oportunistas buenistas del cuidado a los corredores con un sentido excepcional para el paternalismo se borran cuando el riesgo está en las llegadas o en recorridos intermedios donde hay caídas y problemas por culpa de una mala gestión del espacio. Hipocresías y carros a los que subirse. El mal de Twitter. La búsqueda del aplauso fácil y los likes (¿likebait?). De vergüenza.
El Giro necesita como el comer una buena participación. Los mejores se dejarán caer con cuentagotas. Tiene que ser así. El Tour manda. Correr en mayo a máximo rendimiento es un riesgo. Las caídas también tienen lugar en los tranquilos paseos de París-Niza o Tirreno-Adriático. El 90% de los favoritos pasan por estas disputadísimas pruebas sin pensárselo. Sin embargo, las caídas únicamente tienen lugar en Italia durante esas tres semanas. El resto de días de competición, incluidas clásicas como el Tour de Flandes, son muy seguras para que la integridad de los participantes no corra peligro en forma de caída o lesión que condicione el resto de la temporada. Modo sarcasmo off.
Por eso, la organización debería volver a su senda, la de incluir grandes etapas de montaña que suponen una virguería del diseño, contrarrelojes dignas de gran vuelta y ahorrar tal vez en los traslados, que es otro de los aspectos que aportan mala fama a la corsa rosa. Ya que no van a acudir las grandes estrellas de un modo u otro, disfrutemos de las montañas una tras otra, arriesguemos en descensos donde sucede más bien poco. Los miedos son proyecciones que en un alto porcentaje de ocasiones no llegan a ser realidad. Lo mismo con las bajadas.
¿Qué costaba darle treinta kilómetros más a la etapa de La Marmolada y terminarla en el Pordoi? El mayor homenaje al Fedaia era dejarle ser él mismo. ¿Qué costaba celebrar una contrarreloj en Nápoles en lugar de una jornada de repechos que quedará para fugas o tal vez llegada masiva? ¿Tanto miedo hay a las diferencias? ¿A que un ciclista poco espectacular resista en la pelea para no realizar ningún ataque y levantar a cero personas de su asiento? Porque las que sí lo hacen, lo van a hacer igualmente. Si les pones un marco inigualable, el espectáculo puede no juntar pequeños ratitos para los videos de highlights que tan de moda se han puesto, sino que pueden regalarte leyenda, hacer que los niños que hoy vean esa gesta quieran ser mañana ciclistas para repetirla.
Sólo divagaciones del día de descanso.
Escrito por Jorge Matesanz (@jorge_matesanz)
Foto: RCS