Ineos Grenadiers gana la Strade Bianche de la mano de Tom Pidcock y su nombre dispara su cotización. Lógico si además el protagonista inmortalizó una curva de Alpe d’Huez el último mes de julio, si es un campeón de la Mountain Bike, o si ha sido un semidiós del ciclocrós. Sabe rodar solo durante kilómetros, es rápido, como bien pudo comprobar en la Amstel Gold Race el propio Van Aert, con el que tiene paralelismos y con el que debe tender a la divergencia si lo que el británico desea es triunfar en carretera. Concentrado en esta superficie y afinando bien sus objetivos, no cabe duda de que estamos hablando de un súper talento que va a marcar una época cuanto menos en pruebas de un día. Si es que no la está marcando ya…
Después están los límites. Ay, los límites. Un ciclista capaz de ganar en la montaña de las veintiuna curvas, con la solvencia que lo hizo, es capaz de superar cualesquiera obstáculos montañosos. Está inmerso en un equipo con amplia experiencia en pensar de forma imperialista, con el Tour en el centro y el resto de carreras a merced de lo que abarquen sus líderes, con la intención de ser dominadores como en los viejos tiempos en las pruebas de un día. Y ahí es donde entra Tom, que es una posibilidad de obligarse a sucumbir a la manifiesta realidad actual, que es la inferioridad de Ineos con respecto a sus competidores directos, es decir, Jumbo Visma y UAE a nivel grandes vueltas.
Concederles esa dominancia aparente en vueltas por etapas para tener la posibilidad de girar ese posicionamiento ‘tourcentrista’ para convertirlo en un accesorio más, cambiando la lupa principal a las clásicas, donde este corredor tiene un futuro absolutamente arrollador. No tiene miedo bajando, ni subiendo, lo cual es también fundamental. Tampoco tiene reparo en echarse para delante y lanzar órdagos desde lejos, como demostró con su brillante espectáculo camino de Siena. Su caché fue aumentando por momentos, mostrando reminiscencias del mejor Van Aert, del mejor Van der Poel o del mismísimo Tadej Pogačar, que se fogueó en las montañas de la Vuelta antes de dar un paso adelante como un ciclista total.

Los ciclistas llegan siempre a ese clásico cruce de caminos en el que se encuentra la clásica cafetería de carretera y sus habituales motos aparcadas en la puerta (todo es clásico en primavera, si se me permite el chascarrillo). Hay ciclistas que entran a tomarse un café antes de decidir por dónde siguen la ruta. Otros se quedan de por vida en esas habitaciones que precisamente habitan en la indefinición y en la rotonda de constante giro de 360º. Esa holgada herradura que es decidir qué quieres ser de mayor es el siguiente paso para Tom. Probar sus límites en toda clase de terreno es buena idea. Aún es joven, puede parar a tomar el café, pasar por el baño, estirar las piernas antes de continuar un viaje. Lo importante es que éste vaya a alguna parte.
El cruce de Dylan Van Baarle de la acera de Ineos a la de Jumbo ha supuesto irónicamente una buena noticia para Pidcock. Lejos de afectarle esa suma incalculable de sus rivales, le ha beneficiado la clarividencia de su equipo, la reunión de energías en una sola persona. Como aplicábamos a Van Aert en el artículo sobre la gestión de su carrera y las comparaciones con el Induráin de 1990, el refranero suele ser sabio y quien mucho abarca, poco aprieta. También desmintiendo la publicidad de IKEA, maravillosos en la dicción del cuento de Juan Palomo, en la que proclamaban aquello de “donde caben dos, caben tres”, donde caben dos, pasan hambre todos. Desvestir a un santo para vestir otro. Pidcock está mejor solo que mal acompañado.
Necesita ser el centro, la baza, la bala en el tambor del revólver. Ineos tiene talento suficiente para arroparle, mucho más que para plantear una candidatura alternativa, porque con la baja del neerlandés (holandés en mi mundo) no hay nadie a la altura de Tom en este momento. Por ello, como el problema de la indefinición ha cambiado de orilla, han llegado los días de testar las capacidades de alguien que después de ese sábado maravilloso de Siena, en la magnífica Toscana, tiene varias estrellas más de sheriff cuyas puntas reflejarán en mayor medida el sol en los ojos de sus equipos rivales. En castellano: le vigilarán más.

Después vendrá su relación con la suerte, el cansancio del éxito, ése que acostumbra a quienes lo sufren al castigo del podio y de los ramos de flores, y el paso del tiempo, que atropella casi tan fuerte y con tanta contundencia como las ruedas de las expectativas fallidas. Allí, una vez pase, nos encontraremos al Pidcock que llegue, ya sea convertido y digievolucionado en gran vueltómano -poco probable, aunque nunca descartable-, en gran clasicómano -altamente posible- o en un ciclista total que pelea todas las pancartas. Como esta generación que está poniendo de moda un hecho que es una bendición para el mundo del ciclismo y el aficionado a este, que es mayoritariamente luchar sólo por el primer puesto en las carreras.
Pidcock comparte con sus coetáneos esa mentalidad ganadora, esa falta de complejo a la hora de disputar y la calidad sobrada garantía de que hay un gran talento escondido detrás de eso endiablados ritmos y habilidades. Es británico, de Leeds, con lo cual no habrá peros a la hora de sentarle en el trono que Bradley arrendó a Thomas y que nunca aceptó a Froome, pese a todas las batallas cosechadas. Tom puede cuajar en ese rol de figura del ciclismo británico con solvencia y capitanear ese mal acostumbrado ejército durante años.
Paso a paso, que ahora tocan las piedras, una vez quede atrás esta Tirreno Adriático y las curvas del descenso del Poggio (¿cotiza que si Pidcock tiene ocasión intenta aprovecharlo para intentar plantarse en solitario en Vía Roma?). Y en ellas ya no será la sombra de Bettiol, quien movió el árbol en Sante Marie y se llevó la cruz de la moneda. O de Van der Poel, el gran favorito en Siena. O de Alaphilippe, con ansia por lanzar guantes ante el desprecio por sus victorias. Los ojos estarán puestos en la espalda del dorsal 1 del Ineos Grenadiers, que a su vez intentará no arrastrar moscones a su rueda, sino utilizar la única herramienta conocida que funciona mejor que sus piernas: su cabeza.
Escrito por Jorge Matesanz
Fotos: RCS / Marco Alpozzi / LaPress
