“No podemos disputar un Tour de Francia únicamente con espaguetis”. Esta frase, pronunciada en la turbia edición de la ronda gala del año 98, que pretendía justificar el uso de sustancias dopantes, fue el comienzo de una retahíla de decisiones absurdas que han pervertido por completo la filosofía de esta carrera.
La organización no creía que un Tour (con los recorridos pre 98) disputado sólo con espaguetis como combustible era perfectamente posible. En un mundo de color, ilusión y fantasía, en el que la totalidad del pelotón fuese limpio como una patena, un nutrido grupo de ciclistas llegaría con toda seguridad a París. El cambio notorio quedaría reflejado en que la velocidad media del ganador bajaría notoriamente.
Con esta premisa errónea de que el dopaje era consecuencia exclusiva de la extrema dureza de los recorridos, para la edición del 99, la organización del Tour puso sobre la mesa un coctel de montaña de mucha menor graduación. Tal fue el tijeretazo, que el entonces vigente campeón Marco Pantani amenazó con renunciar a la defensa de corona. Defensa que posteriormente no podría realizar por los motivos que todo aficionado ciclista conoce.
En 1999 se inició la tiranía de Lance Armstrong y seguramente la época más sucia del ciclismo, no sólo por parte del vencedor sino por la del resto de rivales de entidad, y quedó patente la columpiada de los diseñadores del recorrido. Porque si algún efecto tuvo en el dopaje este primer recorrido humanizado fue que subiesen las dosis.

Ese primer Tour mutilado en ascensiones mantuvo la ración mínima exigible de kilómetros contrarreloj para la carrera de más enjundia del mundo. Pero surgió un problema: el recorrido quedaba descompensado a favor de los especialistas en la lucha contra el crono. La siguiente decisión fue pasar a reducir también las raciones del menú de las cronometradas y el desastre fue ya total.
Esto nos ha llevado a que el Tour de Francia actual se haya convertido en un mini Tour: poca montaña y pírrico kilometraje de contrarreloj. Algo que es una perversión total del espíritu original de la carrera, que nació en 1903 como un aventura para chalados en la que el hecho de terminar la prueba convertía en héroe al corredor.
Al ser la carrera más importante del mundo, el Tour de Francia muere como consecuencia de su propio éxito: da igual lo que ofrezcamos porque nuestra carrera es la que más mola, un poco como si una estrella de rock lanza al mercado un disco bastante prescindible al tener la seguridad de que sus fans van a comprar hasta una maqueta en la que únicamente se tira pedos.
Para echar más leña al fuego, la ronda gala ha empezado a plagiar todo lo malo de las recetas guillenianas en La Vuelta, que son las que le dan un share elevado a nuestra ronda nacional, ya que embaucan al espectador futbolero: etapas ultra cortas, cuestacabrismo y búsqueda de una general apretada a costa de que pase poco o nada.
Otro táctica cameladora del Tour consiste en meter con calzador puertos de gran entidad mal ubicados y con encadenados paupérrimos: ojo que en la etapa X se sube el Tourmalet; un poco en la filosofía de una película de pésima calidad que a golpe de talonario mete a un actor de renombre como efecto llama- da del gran público.

Y un Tour de Francia no es lo que tenemos actualmente. Un Tour es una prueba de fondo, donde un corredor como Marcel Kittel jamás puede llegar a París, donde tiene que haber un prólogo, una contrarreloj por equipos larga, una crono de una hora de esfuerzo como previa al primer bloque de montaña, el macizo central o encadenados de media montaña que hagan de puente al segundo bloque de montaña y como colofón otra hora de esfuerzo contrarreloj. Para que no empalague el menú, pueden meterse, algunos años, etapas con adoquines o una cronoescalada, pero la base de todo Tour ha de ser esa; por supuesto con etapas de montaña que en su mayoría superen los 200 km y que el mínimo de colosos montañosos en cada una de ellas sea tres.
Las etapas ultracortas de montaña, de por sí, tienen cabida en un Tour; de hecho han funcionado muy bien algunos años como en la edición del 89. Este formato ofrece una carrera más alocada y explosiva, pero lo que es un sinsentido es que todas las etapas, o casi todas, sean de distancia para juveniles. Antaño, el aficionado al ciclismo pasaba la noche en vela en la víspera de las grandes etapas de montaña, cabía la posibilidad de poder experimentar varias horas de diversión extrema, de modo que costaba reunirse con Morfeo las noches previas.
Hoy en día se esperan con ganas estas jornadas pero no son equiparables con lo que acontecía hace 25 años. El Tour debe volver a esos recorridos duros, debe volver a provocar que el aficionado no concilie el sueño en la noche anterior a los días clave.
Escrito por Miguel González
Fotos: ASO / Morgan Bove