El Tour, Le Grand Boucle, la gran carrera francesa… esa prueba que para muchos significa el amor por el deporte y la definición perfecta de ciclismo, para mí, no lo es. Vengo a contar mi historia de amor y desengaño con el Tour, al que me enganché de manera bastante tardía, y sin mucha convicción.
Me enganché de pequeño al ciclismo sin quererlo. Yo soy del 94 y nací poco después del cuarto triunfo de Indurain en el Tour, un hecho que conmovió a todo el país y dentro de mí familia supuso un pequeño cambio. Ellos, sin mucha adicción al ciclismo, ahora veían la carrera y esa semilla germinó lentamente en mis primeros años de vida, potenciado por la adicción que había generado un corredor como Abraham Olano en el seno de mi familia. Esto, imagino, supuso un paso importante para que yo me enganchara al ciclismo, digo yo, que si no de qué…
Mi primer recuerdo real es de 1999. Yo admito que era un niño particular y con cinco años me gustaba más ver el Canal Historia y las noticias que los dibujos animados… Con aquello llegó mi primera imagen real, mi primer recuerdo de este deporte: Óscar Freire ganaba el mundial de Verona. La semilla que estaba germinando había florecido.
Con ese nombre, el de Óscar, y con ese tipo de corredores y pruebas, empecé a engancharme al ciclismo. Al principio solo seguía la trayectoria del corredor cántabro (posiblemente casi mí único momento de fanboy), que al dirigirse hacia el poderoso Mapei, me obligaba a seguir únicamente los resultados de las clásicas. De esos primeros años del 2000 solo tengo recuerdos de Roubaix, Flandes y la Flecha Brabançonne, que me acabó de entrar por la retina en 2003, cuando Óscar fue segundo. En esos años me fijé sin quererlo en otro corredor: Paolo Bettini, que supuso un paso hacia adelante en mi amor por las carreras de un día. Mi amor por Bettini, por cierto, se hizo efectivo en 2005, cuando ganó llegando a mi ciudad natal (Valladolid) en La Vuelta a España, y yo fui capaz de llevarme un bidón y una firma del corredor italiano.
Ya en ese nombrado 2003, algo mayor y con más empeño amplié poco a poco el calendario del ciclismo que me gustaba seguir, siempre enfocando hacia las clásicas y empezando a ver con más detenimiento carreras como Niza, Tirreno, Dauphine, La Vuelta a España, el Giro… Pero el Tour, lo que es el Tour, mira que lo intenté… Pero entre que era verano y Lance se paseaba, haciendo las carreras un pelín aburridas… no me llegaba prácticamente, y solo era capaz de seguir la prueba días contados.
Hasta 2005 no “me casé” con el Tour de Francia. Aunque es cierto que por el 2005 me escuchaba ya el Tour de San Luis por radio en enero y me despertaba a seguir la Japan Cup a final de año… Ese año sí, me enganché al Tour, casi la última carrera que entró en mis planes. Ese año tanto Contador como ‘El Pollo’ Rasmussen me acabaron de convencer de que el amor al amarillo es algo diferente, algo que hay que sentir, y algo que acaba llegando. Un hecho que, en 2006, volví a sentir con Pereiro (y su coleguita Landis) y que continuó dándome vidilla en 2007 con Contador de nuevo, hasta que en 2008 se disputó el Tour que más me ha llegado hasta el momento, y que posiblemente jamás se vuelva a igualar: Carlos Sastre atacando a los Schleck en Alpe d’Huez y logrando un maillot amarillo que llevaría hasta Paris. Una imagen que se quedará grabada a fuego en mi retina de por vida, y que yo creo que el Tour jamás volverá a regalarme nada similar.
Evidentemente, a parte de estos momentos, han sido muchos otros los que he vivido y disfrutado con El Tour, una carrera que llegó tarde a mi vida, pero para quedarse: Jens Voigt, Thomas Voeckler, Sandy Casar, Virenque, Moncoutie, McEwen…
Le Tour, c’est Le Tour. Todos acabamos cayendo.

Foto: Sirotti
Publicado en el nº 4 de HC