Invierno.
Es el tiempo de los balances y los nuevos horizontes.
Nuevas energías, nuevos impulsos, la oportunidad de hacer borrón y cuenta nueva, de volver a creer en un gesto diferente que hace pensar a los demás e, incluso y más que a nadie a uno mismo, que todo va a ser diferente. Y mejor.
La atención se diluye y es capaz de ser captada. El descanso hace aflorar las sonrisas que antes eran apatía y tedio. Resignación ante las eventualidades que el destino fuese capaz de poner en frente de tus pies. Una visualización de la realidad más dulce, más alejada precisamente de la realidad, pero mucho más cerca del ideal. Motivos para volver a creer.
Espejos que sabemos que nos volverán a mentir. Pequeños gestos que vemos como talismán de que los mejores días llegarán, de que el cénit aún no se ha logrado. De que las expectativas todavía se pueden cumplir. Pese a que los teóricos mejores años hayan quedado atrás, en estaciones anteriores que ya parecen demasiado lejanas y de las que hemos viajado realizando demasiados transbordos. Muchos viajes esperando un fruto que ya no va a llegar.
Mikel Landa venció el archirrepetido Giro moral del año 2015. El canto del cisne de Contador, no cabía más simbolismo. Entre lo moral y lo real hay diferencias tangibles. Las decisiones nos llevan por caminos misteriosos que a veces intercomunican entre el éxito y el fracaso, la suerte o el infortunio. Cuando la promesa es eterna, ya no es promesa. Es desencanto. Falta de credibilidad. Pedro y el lobo. Peio Bilbao, el diamante al que nadie vio por el deslumbre del lingote de oro, carece de espacio para abrir las alas y volar tan alto como pueda. En una batalla más cercana estuvo en la segunda línea. Justo por detrás de quienes aprovecharon las pandémicas ausencias para alzar voces que nunca se han vuelto a escuchar. Más fiable, más predecible y para bien.
Cuando el único pan para llevarse a la boca es una victoria sin excesivo brillo, quiere decir que la famélica situación de un ciclismo roza el límite entre preocupación y alarma. Ni en las grandes vueltas, ni en el Campeonato del Mundo, ni en las clásicas, ni en las clasificaciones generales de las carreras de una semana de duración. 2021 fue Vuelta a Burgos. Mikel Landa, la eterna promesa. El resto es eco de lo que fue y nunca volverá a ser y del puedo y no quiero que de facto promulgan algunos ciclistas de azul, en 2022 con tono si cabe más oscuro. Una nueva esperanza emerge allí en forma de hombres de un día, en línea con la sociedad moderna de poca continuidad y productos de constante reciclaje. Serrano, Aranburu y García Cortina serán el tridente de Neptuno, ese con el que dominaba los cianes, un color más celestial que marino, tan ciclista y tan nostálgico a la vez. Algo más oscuro el de Castroviejo, un auténtico conductor de diligencias al servicio de intereses ajenos al brillo personal.
Es tal la sustitución de unas unidades por otras que tan solo una reedición del Puy de Dôme 1983 sería capaz de revertir y devolver así al ciclismo español a ser centro de atención en lugar del de la diana. Un papel de Perico Delgado que podría recalar en las aún endebles espaldas de un Juan Ayuso que a poco que nos dé la mano, le será exigido el brazo. Él y Carlos Rodríguez encarnan eso que podríamos llamar promesas, las esperanzas de un ciclismo que necesita nuevas banderas, ésas que ondean en algún punto bajo de un mástil que en su momento fue demasiado largo. Las sombras alargadas hacen daño. Las losas, también. Todas las comparaciones hacen daño, son injustas. El sabio refranero corrige a los que buscan consuelo en el mal de muchos. Italia busca rumbo a lomos de un talento equivocado como el de Filippo Ganna. Francia luce los colores del arco iris cuando sólo saben apreciar el tono amarillo del sol del mes de julio. Trenes a los que tantos han intentado subir antes de caer por la borda junto a un currículum que fue carne de trituradora de papel. Un agujero negro que se ha llevado tanto anhelo como talento.
Escrito por: Jorge Matesanz (@jorge_matesanz)
Foto: Sirotti