Más de novecientos días van a pasar entre la última celebración de uno de los Monumentos más icónicos del ciclismo. Entre 2019 y 2021, entre abril y octubre. Un hecho inédito que se recordará del mismo modo que la memoria lo hace retrotrayéndose a las ediciones perdidas por las Guerras Mundiales. Bombas y destrucción que hoy parecen lejanas para afectar a sus adoquines, si bien la pandemia sí ha acentuado su soledad, que no su olvido. Las piedras son la personalidad de las llamadas Clásicas del Norte, o de Primavera, si bien la pandemia ha retorcido el calendario para darnos hojas y lluvia, algo que, contando de nuevo días, nos permite viajar hacia atrás en el tiempo durante más de siete mil días. Veinte años en los que esas imágenes que circulan entre la épica y la chocolaterapia fueron, son y serán, sin duda, parte de la historia del ciclismo.
El otoño es territorio Lombardía, la clásica de las hojas secas. El marrón y el verde oscurecido toman las carreteras con un cierto tono de humedad. La combinación perfecta que nos permite oler la tierra mojada sin ni siquiera estar. Un encanto al que hay que añadir la belleza de las planicies del norte de Francia, el calor en semilibertad de un público asistente que querrá inmortalizar este momento, pese a que las previsiones climatológicas obliguen a mirar catálogos de ropa impermeable. Todo por ver lo que todos queremos ver: la batalla más esperada entre los ciclistas top del momento.
Por primera vez en mucho tiempo, tendremos en la línea de salida a protagonistas con casi más relevancia que la propia carrera. El duelo Van der Poel – Van Aert, con todos los invitados a una mesa cada vez más competitiva, promete ser histórico. Un mano a mano cuales Guerreros del Espacio, recuperando términos de la mítica Dragon Ball, que puede ser el broche de oro y brillantes para una edición que ya de por sí pasará a los anales. Si les echamos barro como en algunas competiciones del mejor Wrestling y se suman los actores que deben, lo podríamos considerar una 3GM, con la paz que el bien y mal perder de algunas de las torres que brillarán en la próxima década nos permitan. La salsa de una competitividad que lleva al extremo las conciencias, más allá del propio cuerpo. Una suerte de lucha y confluencia de intereses que dejan las rutas de los macro aeropuertos internacionales en diseñadores de rutas para aviones de juguete a su lado. Múltiples caminos para llegar aquí en una amalgama de ilusiones y planificaciones de profesionales tan variopintos con la sensación que de este podría ser el año. El problema es que tan solo se necesitan dos manos para sujetar un adoquín.
Roubaix es más que su velódromo, otro vestigio de ese ciclismo antiguo aunque sea de una forma simbólica. Más esos tramos de empedrados que hacen saltar por igual empastes y tendones. Carreteras que duelen sólo con posar los pies sobre ellas como para transitar con los finísimos y delicados tubulares con los que los esforzados de la ruta los atraviesan. Esos y otros tópicos más o menos recurrentes volverán a las bocas de todos los aficionados que adoren la pasión por la unión de las afueras de la capital parisina y las dispersas localidades de la Alta Francia a través del pelotón ciclista, por desgracia cada vez menos serpiente, por suerte cada vez más multicolor.
¿Qué hubiesen pensado aquellos pioneros del siglo XIX al conocer que ligerísimas bicicletas de materiales cuasi espaciales y procedentes de los cinco continentes surcarían los mismos caminos que ellos abrieron para en aquel momento una todavía incierta leyenda? El día más esperado por muchos, que esta vez se ha hecho de rogar todavía más. Y ya se sabe lo que dice el tópico: lo que se hace esperar, merece la pena. Y París-Roubaix es religión. Como los viejos grupos de rock que se toman descansos para volver con giras de todavía más watios (je, je) y decibelios para atormentar e ilusionar a la vez a los fans más fieles. En fin, Roubaix, se te echaba tanto de menos…
Escrito por: Jorge Matesanz (@jorge_matesanz)
Foto: Pauline Ballet / ASO