No se entienda por esta crítica que algunos de los aspectos reflejados son responsabilidad o culpa de la organización del Giro. Alguna variable sí depende de RCS y sus mandamases, que han diseñado un menú interesante, como es habitual en la corsa rosa, pero que no termina de exprimir las bondades de la orografía italiana en consonancia con la voluntad de dar espectáculo por parte de los ciclistas. A raíz de ahí, podemos analizar algunos hechos que han tenido lugar a lo largo, sobre todo, de las dos primeras semanas.
Durante décadas, el Tour ha sido LA carrera. Todos los ciclistas sueñan no sólo con ganarla, sino con disputarla, ser parte del pelotón que recorre Francia durante tres semanas bajo un sol intenso y mareas de público que alivian la dureza de la ruta. El recuerdo será mejor que la penitencia. Pero para llegar y, sobre todo, para mantenerse en la prueba se debe tener una serie de condiciones atléticas y mentales. No todos los corredores son capaces de soportar la presión, el ritmo o la combinación de ambos.
La búsqueda de la emoción tras años de dominadores ha transformado el Tour. Las etapas llanas que dejaban el pelotón hecho un solar han pasado a ser sustituidas por finales en muros, etapas de media montaña o incluso, como sucedió en 2020, etapas de montaña con todas las letras. Esa primera semana o diez días era lo que marcaba la diferencia entre unos corredores y otros, exitosos en las otras grandes vueltas o carreras de una semana. Las energías después de rodar a mil en el llano, peleando codo con codo -literalmente- contra los rodadores más espigados y con más experiencia del panorama internacional, así como las isletas, las caídas, etc. hacen de esta primera toma de contacto con el Tour una auténtica pesadilla. Para optar a ganar hay que sobrevivir. Después resiste la montaña o las cronos -en su momento largas y llanas como la palma de una mano-.
Con la llegada de los mencionados dominadores, no sólo ha decaído la emoción, sino que el tedio se ha apoderado del gran escaparate del ciclismo mundial. Los giros del recorrido no han conseguido su propósito a través de hacer de la etapa corta la seña de identidad y no la excepción como antaño. A lomos de vocear un ciclismo más creíble, lo que en realidad se busca con ahínco es que el ganador se decida en las últimas etapas. Audiencias, gente conectada, aficiones en pie, titulares de prensa. Cuando en una película se sabe el desenlace desde la primera mitad, bastante buenos efectos especiales debes incluir para que los espectadores no caigan en una siesta inevitable. ¿Qué efecto ha tenido esto en el Tour? Una forma de correr muy conservadora, esperando escenarios potentes que con el menor esfuerzo posible garantice el mejor resultado posible. La fama del Tour sigue intacta, pero como es el escaparate más visto, si la carrera es aburrida, la crítica y el descrédito de la prueba francesa se acentúa.
¿Qué tiene que ver todo esto con el Giro? Únicamente en que ese mismo espíritu, creado además por una mala distribución del talento en los distintos equipos y el control de los poderosos de las circunstancias de carrera, se está dejando impregnar sobre una de las pruebas marcadas con una equis en el calendario por todos los aficionados. La fiebre por decidir todo al final, por reducir la dureza de las etapas de montaña a la traca final concentrada hace que los ciclistas más cualificados para pelear la victoria reserven energías para esa auténtica acumulación de esfuerzos.
En algunos sectores se promulga que esa acumulación es ciclismo de autor, de ese no tan evidente. No hay duda de que lo es. Pero se trata de dar argumentos a los aficionados y las marcas de estar presentes durante tres semanas, que el transcurso del Giro narre diferentes historias y éstas tengan interés suficiente para enganchar. Si la última semana fuese absolutamente espectacular, podrían ser válidas las excusas. Pero no es el caso. Y aunque funcionase, ¿qué hacemos durante dos semanas? ¿Estamos empujando a los espectadores a abandonar una carrera durante dos semanas por el tedio que ésta produce? Quizá hace veinte años el Giro se podía permitir ese lujo. Actualmente, nadie se puede permitir el lujo de “regalar” las etapas a escapadas de corredores de tercera fila.
Bien es cierto que está la competencia con el Tour. Que la forma de los participantes en mayo vaya in crescendo para dejarles con buen golpe de pedal de cara al mes de julio es una influencia importante en la gestión de RCS. Sin embargo, esa fórmula tampoco está funcionando. Los mejores corredores, salvo excepciones honrosas, siguen prefiriendo el Tour como objetivo fundamental, vista la experiencia de que los favoritos que acuden a Italia después no terminan de rendir en Francia como gustarían. Ese reojo a la participación está perjudicando la esencia del Giro, que es la grande más espectacular, con menor complejo y a la que todo el aficionado de verdad está esperando. ¿Por qué no potenciar ese producto, muy atractivo aunque con peores figuras, en lugar de querer hacer de él el Tour de Italia?
Por si fuera poco, las suspensiones de las etapas clave o las modificaciones de última hora de sus trazados enfrían la relación del Giro con sus aficionados, que hacen religión de estas etapas año tras año. La última ha sido la supresión de Fedaia y Pordoi debido a la lluvia, bajas temperaturas y el peligro en los descensos. O al menos ésa ha sido la excusa. Sin embargo, no hubo ningún problema en ascenso y descenso del Giau, a 2230 metros de altitud, superior a la de la Marmolada y muy poco inferior a la del Pordoi (apenas tres metros por encima). Ya sufrieron plante en 2020 debido a la lluvia y la longitud de la etapa (240 kilómetros) a dos días de terminar. La organización tuvo que ceder al chantaje y recortar la jornada. En esta última crisis, tampoco se ha demostrado tener un plan ‘b’, si es que las razones eran climatológicas y no una cesión a la presión de los ciclistas.
Escrito por: Lucrecio Sánchez (@Lucre_Sanchez)
Fotos: Sirotti