Corría el 29 de junio de 1996. El fantasma del imposible sexto Tour hasta la fecha se diluía debido a los buenísimos resultados que logró el navarro en la previa. Las sensaciones eran mejores que nunca, y Miguel nunca había fallado antes. Verlo de amarillo en el prólogo como vencedor de la edición anterior daba el regusto optimista de que era posible la machada. Con las cinco victorias anteriores todos teníamos la duda sobre dónde pararía el cronómetro, sobre si en alguno de los momentos el éxito llegaría a su fin. Nos acostumbró tan bien que no nos lo creíamos, que parecía que podría con todo lo que quisiese él o quisiéramos nosotros. Aquí había confianza en que lo haría, en que el final de la historia era demasiado bonito para no hacerse realidad.
La mañana salió húmeda, condición confirmada con el paso de las horas. El agua invadió la carretera coincidiendo con la salida de los máximos favoritos. ¿Condicionó? No a un Zulle que se impuso de manera brillante, con dos segundos sobre Boardman. Once (qué ironía) le sacó el ciclista de la ONCE a Miguel, que prefirió correr menos riesgos. Aún así, el agua no es su territorio favorito. Nunca lo fue. El suizo le arrebató la simbólica prenda que estaba portando el navarro. Fue un toque de atención, tanto en tiempo como en lo moral. 1-0.
Toda aquella primera semana llovió. A los nervios ya de por sí intensos en esos primeros días de Tour había que añadir el hecho de que el norte de Francia y Países Bajos con agua iban a ser un infierno en el seno del pelotón. Este hecho, cuenta la leyenda, afectó el posterior rendimiento de un Indurain al que en Les Arcs, la primera llegada en alto, le brotó todo el cansancio acumulado de más de 1800 días como dominador del mes de julio de forma ininterrumpida.
El resto es historia del ciclismo. Pese a que en aquella subida a la estación de esquí alpina lució el sol, los puertos anteriores, el Roselend y la Madeleine, estuvieron cubiertos por la lluvia y en algunos tramos la niebla. Todo pudo afectar, pero la figura del español era la de siempre, sólo que avanzando mucho más despacio y de forma menos eficaz.
El público intentó justificar el mal momento y pensar que quedaba mucho Tour, pero las primeras llegadas en alto suelen mostrar tu lugar. Se trataba de la séptima etapa, un mundo hasta París con todos los Alpes, el Macizo Central y unos Pirineos que aunque extraños todavía quedaban por delante. Pero no. Indurain no volvería a recuperar el amarillo ni a vencer en ninguna etapa. Sí que intentó tirar de raza y atacó a lo campeón en un par de ocasiones, pero el dominio de Riijs era superior a sus intentos.
Todavía se recuerda ese último maillot, esas luces de los coches acompañando al líder, al mito. Una lástima que la última imagen de un corredor que ha dado tanto tenga que ser ésta, humillado y quedado de forma constante.
Escrito por: Lucrecio Sánchez (@Lucre_Sanchez)
Foto: Sirotti