Ciclistas

El último mordisco del tiburón: Vincenzo Nibali

Italiano, nacido en 1984, en Mesina, en la isla de Sicilia, con todas las connotaciones que ello conlleva. Su padre, barnizador. Su madre, dueña de un videoclub. Cuentan que por él mareaba a clientes montando en bicicleta de un lado para otro cuando era solo un chaval. A los 10 años empezó su relación con el Etna, un volcán que le ha visto desde las alturas crecer como ciclista, y por cuyas carreteras descendía a toda velocidad, lo cual adelantó uno de los regalos más preciados por un ciclista: el casco. Un buen presente para alguien que desea conservar la cabeza. Y Vincenzo la tenía. Y la tiene. 

Se mudó a la Toscana con 16 años para evolucionar en esto del ciclismo. Y no le fue mal, consiguiendo medallas en los Campeonatos del Mundo en categorías inferiores. Aunque nunca un arco iris, quizá la espinita más evidente de Vincenzo. Ese buen rendimiento le llevó a las manos de Giancarlo Ferretti, el mandamás de Fassa Bortolo, equipo con el que pasó a profesionales este joven ciclista. Inmediato fue su paso a Liquigas, donde comenzó su viaje hacia la cima del mundo. No tuvo malos compañeros de aventura, como el irreverente y polémico Di Luca, el extravagante -sobre todo en peinados- Pellizotti, o el recordado Ivan Basso. Coequipiers que le sirvieron de referencia, como las serpientes comparan el tamaño de sus presas con el de su estómago. Así llegaron los éxitos, cuando ya no cabía nada más que apoyarle en sus causas: tercer puesto en el Giro dos años consecutivos, victoria en la Vuelta, tercero en el cajón de París… Era imparable. Lo Squalo había utilizado sus mandíbulas para degustar sólo un tentempié de lo que esperaba. 

Su fichaje por el Astana, toda vez que el Liquigas desapareció del mapa y dejó la tostada al Cannondale, le llevó al estrellato definitivo. Un corredor soberbio que conseguiría gran parte de sus sueños vestido de azul cielo, el reflejo del mar: su sitio predilecto. Así, en 2013, su primera temporada con los kazajos, lució el rosa de forma brillante hasta coronarse en las Tres Cimas de Lavaredo, entre temporales de nieve, como campeón del Giro de Italia, el sueño que todo italiano sueña con hacer realidad. En la Vuelta de esa misma temporada no tendría tanta suerte, aunque sí es justo reconocer que perdió de una forma más que digna, mostrando quién era Vincenzo y cuál era el ciclismo que le gustaba practicar. El mismo que le llevó a ganar su primera Tirreno-Adriático ante uno de los dominadores del ciclismo internacional, Chris Froome y el todopoderoso Sky: al ataque, sin complejos y sin mirar atrás. La subida al Angliru, que escalaría otro Chris, Horner en este caso, con el maillot rojo, necesitaba de un bocado de apenas 6 segundos para recuperar la preciada prenda e imponerse en Madrid al día siguiente. Era la temporada perfecta, un doblete histórico y en una cima que lo es aún más. Una bonificación en meta le daba el título. Pero eso era un menosprecio al siciliano, que no había venido al ciclismo a ganar de esa forma ramplona. Sino a lo grande. Así lo intentó una vez dio comienzo la parte dura del coloso asturiano. Fracasó en el intento y quizá perdió una Vuelta en su palmarés. En su lugar, se ganó el aplauso y un lugar en el recuerdo de muchos aficionados que vieron esa gesta por televisión o in situ. 

Una filosofía que le hizo también perder un Giro de Italia, el más duro de la historia, aquel que Alberto Contador dominó en espera de una sanción inminente que le impediría correr durante un tiempo. Cuando le arrebataron el rosa al madrileño en los despachos, fue a parar al añorado Michele Scarponi, que se había clasificado segundo. ¿Fue el segundo más fuerte de aquella edición de la corsa rosa? Seguramente no. Nibali había intentado con tanto ahínco ganar al español que no le quedaron fuerzas para sostener la segunda plaza. El dominó que después se produjo le dejó fuera del que hubiese sido su primer Giro. Aunque hubiese sido logrado de una forma que no era del gusto de nuestro protagonista, eso es seguro. 

Con todo, se presentó en la salida del Tour de Francia del año 2014 como gran líder del Astana y con el objetivo claro de buscar la victoria. No valía un podio, fotografía que ya tenía en el salón de casa junto a los dos ciclistas del Sky. Uno de ellos tomaba la salida como el gran favorito. Un Froome que abandonaría tras la etapa de pavé. Un día que el italiano aprovechó para asestar una dentellada al que parecía su gran rival, Alberto Contador, con el que volvía a cruzarse. Hubiese sido un duelo bonito de no mediar la desgracia para el entonces corredor del Tinkoff. El abandono del español dejaba vía libre a un maillot amarillo que ya gozaba entonces de una gran ventaja. Se escuchó el himno italiano en París dieciséis años después de que lo hiciese en honor a Marco Pantani. No es mala sucesión ni mal nombre al que añadir una coma y tu apellido. Ocho minutos le separaron de Peraud, segundo. Ganó cuanto quiso, devoró a gusto. 

Aún seguía teniendo hambre el ‘Tiburón’, con un estómago insaciable y un arco iris que tuvo entre ceja y ceja. No lo tuvo mal en Florencia, aunque el desacuerdo entre españoles que llevó a Rui Costa a portar la preciada maglia por un año, le alejó de su empresa. Y es que en las pruebas de un día encontró más dificultades, siendo un ciclista nueve, nunca diez. Aún y todo, fue capaz de ganar en Lombardía, que se adapta a sus características de corredor completo y gran bajador, y en Milán-San Remo, donde claramente era un pez fuera del agua. Nunca mejor dicho. Pero ganó. Se anticipó a todo el mar de pirañas que le pisaba los talones. Lieja, el otro monumento que anheló, solo le vio clasificarse en una segunda plaza que sabe a poco. En otra célebre prueba, los Juegos Olímpicos, solo una desgraciada e irónica caída en un descenso camino de la meta en Río de Janeiro, le impidió conseguir tal vez el oro. Irónica porque sucedió en el terreno que mejor dominaba. También porque semanas antes en el Tour de Francia dejó escapar una victoria de etapa bajando el Joux Plaine por miedo a una caída que imposibilitara sus opciones en Río. Una muestra de poco apetito. No era él. No suele funcionar comportarte como otra persona. 

Un cambio de aires para conformar el nuevo Bahrain-Merida le hizo asumir aún más galones en una escuadra en la que subió al podio tanto de Giro como de Vuelta, sin llegar a ganar ninguna. Sí completó el cuadro de ganador de etapa en las tres grandes vueltas con un bocado en Andorra-la-Vella. Y es que el italiano no ha levantado los brazos en prueba alguna celebrada en España. Curioso para un ciclista que brilló sobremanera en la Península. En Trek, donde capitalizó de nuevo el leitmotiv de su equipo, fue perdiendo punch, que no brillantez. En cuanto tuvo ocasión, lanzó el mordisco. Y ahora regresa al Astana para decir adiós y quién sabe si posicionarse de cara a próximos proyectos, seguro ligados al ciclismo, seguro desligados del primer plano. 

Un corredor que ha sido comparado con Felice Gimondi por haber explotado al máximo las ausencias de los grandes capos para haber conseguido sus objetivos. Una cosecha que ha sido más común de lo habitual (¿o es que nadie se acuerda de la victoria de Luis Ocaña en el Tour de 1973 aprovechando la ausencia de Merckx?). Ello no resta mérito a quien lo consigue, sobrevivir es un éxito del ciclista, más aún si lo hace durante tres semanas expuesto a miles de condicionantes y pruebas constantes hacia su integridad física en todos los aspectos. 

Un corredor, Vincenzo, que podría haber ganado más. Su obsesión con el arco iris le llevó a renunciar ser más competitivo en otras pruebas. Un maillot que sí logró Felice. Un buen sabor de boca el que nos deja Nibali, que bien podía haber sido más eficiente, que ya lo fue, pero que desde luego dejó una lección de vida que tod@s deberíamos tener en mente: aprovecha las oportunidades que el mar… el ciclismo pone delante de tus ojos. 

Escrito por Jorge Matesanz (@jorge-matesanz)
Foto: ANSA/Claudio Peri/RCS Sport

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