Cuando Laura y yo le entrevistamos en la previa a la etapa reina de la Itzulia ya nos dio la sensación de que esto iba a llegar. El ciclismo despide como profesional a Mikel Nieve, cuyo comunicado se entremezcla con los vítores a Remco Evenepoel y las alabanzas al maillot rojo. Tal vez era lo que buscaba, siempre gustoso del éxito de segundo plano. Puede ser la frase, de hecho, que más defina su carrera. Un corredor que siempre estuvo a merced de grandes líderes, de elaborar una carrera recorriendo equipos de primer nivel para ser el principal apoyo de los mejores ciclistas del momento. Él, un escalador de postín, diésel, de largo alcance, emergiendo en un deporte que comprime, como en toda la sociedad, cada vez más los momentos, ha sido un rara avis. Un especie en peligro de extinción que se va con Mikel.
Quería disfrutar del ciclismo, ese trabajo que le ha robado horas y energías. Caja Rural fue un modo de regresar a casa para morir, de ser un canto de cisne y dar apoyo a un proyecto que lo iba a necesitar para cumplir el objetivo de cada año, que no era otro que estar en la salida de la Vuelta a España. Finalmente no pudo ser y Mikel deja atrás quince años de sufrimiento y éxito a partes idénticas. Las carreras más difíciles, los puertos más enrevesados, las situaciones más extremas. Ahí estaba él, dispuesto a dar pedales desde su profesionalidad para remolcar a su jefe de filas, cual grúa remolca a un petrolero a momentos de hundirse. Fiel, eficiente Nieve.

De naranja se convirtió en religión. Sus dentelladas trepando las rampas de Cotobello que le condujeron a estrenar su palmarés. El ciclista diez en sus cuatro primeras rondas de tres semanas quedando décimo en todas ellas. El estreno en la Vuelta parecía insuperable. Pero superarse era parte del trabajo de este estilete que heredó la clase del ‘Junco’, la fiabilidad de Egoi y la constancia de Haimar. Todo con un toque único de devorador de alta montaña, su terreno predilecto, su hábitat. El Giro le abrió los brazos y bien que abrazó Italia. La etapa más dura de la década tenía nombre y apellidos. No podía ser otro. A esas alturas del esfuerzo era el mejor. En sus fronteras firmó hasta tres victorias de las cinco que cosechó a lo largo de los años. Era su deber, su sitio.
Lástima no haber completado el puzle en la Grande Boucle. Los amigos a veces enemigos se lo impidieron. Tanto que le dio a Sky y Sky no le regaló nada cuando se marchó. Quedó a merced del esfuerzo de Geraint Thomas, que tenía más ansia por ganar que calculadora. Hubiese sido un gesto honrado. Pero ganar así no es ganar, hubiese pensado Nieve. Los regalos, en Reyes. Las montañas tienen otro código. Viven más por retos, por bocanadas de venganza. Aunque el Tour de ahí en adelante le sería esquivo. Y cuando no, él lo sería con el Tour. El amor se acabó.

Su sala de trofeos está repleta de amistades. Allá por donde va, un ídolo. Una persona no tan evidente pero que deja huella, por lo que cuentan. Se nos va un mito que se estudiará en las futuras generaciones como el manual del buen gregario. El que deja en el autobús el ego y se baja los manguitos para dar todo por su deber. Puerto arriba, puerto abajo. Le seguirías al fin del mundo si fuese necesario.
Y ahora se va, a seguir disfrutando de la bicicleta desde otra perspectiva, esa que sueña algún día ser como Mikel Nieve, de pensar durante horas en los ‘y sis’ de la vida. Él, que ya lo fue, se preguntará los ‘ysis’ del no haber sido ciclista. Pero siempre con el orgullo que da una trayectoria impoluta, respetable y exitosa en todos los sentidos que la ambición medida te regala.
La historia juzgará. El ciclista pasa, el legado queda.
Eskerrik asko, Mikel. Betiko ikusiko zaitut.
Escrito por Jorge Matesanz
Fotos: Sirotti / RCS – LaPresse