Pocas cosas dan más libertad a un niño que una bicicleta. La bicicleta es el primer artefacto que te agranda el mundo. Cuando comienzas a usarla llegas a sitios que te encuentras por casualidad. Dejas atrás los lugares de siempre y descubres otros, no importa que ya hayas estado allí. La palabra lejos empieza a tener sentido.
Con la bici se inicia esa segunda infancia, que en la memoria es la primera, porque es precisamente a partir de ese momento cuando comenzamos a recordar quienes fuimos. La seguridad de quien sujeta el sillín y te mantiene en equilibrio, sus “mira hacia delante” y “¡da pedales!”; el sonido de su aceleración, el silencio, la distancia, el efímero equilibrio de dos pedaladas y el pie a tierra, para volver a empezar. Hasta que las voces las oyes lo suficientemente lejos para saber que ahora, por primera vez, tú eres el que tiene el control. Tardarás en mirar atrás para cerciorarte, pero sabes que está conseguido. Has oído en muchas ocasiones que solo se aprende una vez a andar en bici, porque nunca se olvida. O porque lo olvidas justo cuando ya no lo necesitas. El siguiente paso es accionar los frenos y emprender la marcha. Dar esa primera pedalada de gracia que activa el mecanismo del equilibrio. Una vez conseguido, tienes que aprender a frenar, aunque a veces el placer de la velocidad preceda a la prudencia y aprendas que caer también es montar en bici.
Es tu primer logro consciente. Antes has aprendido a gatear, andar y hablar pero solo porque te lo han contado, de forma que es más mérito de la naturaleza que tuyo. Pero en el caso de la bicicleta, solo tú sabes lo que te ha costado, la de veces que has sentido miedo y las caídas que has sufrido. Sientes la felicidad propia y la del abuelo que te sujetaba el sillín. Las distancias ya han cambiado. A partir de ahora, el desafío será ampliarlas, con o sin permiso, porque ya tienes una ventaja —una responsabilidad— que antes no tenías.
A veces te llega la bici por un doble imperativo. Por las ganas de perpetuar la afición. Y por la necesidad de que aprendas a andar en bici, cueste lo que cueste, y cures para siempre la frustración de tu madre que no sabe y al regalártela te empuja a que aprendas.
No importa que la bici sea una G.A.C. roja de paseo, o una BH azul o que por fin, tengas una bici de montaña de hierro, “Diseño” marca blanca del Pryca (Precio y Calidad). La emoción de estrenarlas, de montar en ellas es siempre la misma. Luego llegará la bici de aluminio Orbea, y entiendes lo que es el lastre del peso y la precisión del primer grupo Shimano de siete piñones.
El “día de la bicicleta”, en el que circulábamos en pelotón por la carretera, prueba de que el ciclismo es un deporte individual de ejercicio colectivo (dos o más). Los nervios de la víspera. Salir con un maillot del Clas-Cajastur tres tallas más grande; más que vestido, disfrazado de ciclista. Orgulloso de rodar junto a tu padre, con su bici de carreras Zeus con Campagnolo y con calapiés de correas, que con solo montarte en ella se te pone cara de velocidad. Y al lado de tu hermano con un maillot del Reynolds, convirtiendo la bici en una práctica intergeneracional, que siempre nos devuelve a la verdadera patria que es la infancia.
Los veranos con los amigos bicicleta arriba, bicicleta abajo. La única forma de localizarnos en el pueblo era buscar las bicis aparcadas en montonera, no podíamos estar muy lejos. De día y de noche, con aquellas dinamos contra las que luchábamos por el prurito de tener luz aunque sirviera de poco. Las primeras excursiones fuera del pueblo, planeadas como si fueran expediciones de “Al filo de lo imposible”. Los derrapes sin ton ni son delante de la iglesia, o las carreras organizadas con pódium y maillot de líder.
También las primeras salidas serias en grupo, con el primo que baja tan fácil que daba miedo mirarlo en las curvas de Ventana, y con el tío que tenía aquella Specialized que parecía de otro planeta. Siempre con tu padre y tu hermano haciendo cada vez más kilómetros y protestándole porque el puerto se hacía demasiado largo. Una sensación que nunca muere y que regresa cada vez que te vuelves a montar en la bici, ahora de carbono, con Ultegra, con un Garmin que te informa de todo lo que quieras y con el archivo de Strava. Al dar esa pedalada de gracia que nunca se olvida, revives la inconsciente felicidad que la bici te dio en la infancia.
Por eso alrededor de la bicicleta se puede construir una historia universal de la infancia, que sirve para explicar la mía y la suya, amable lector.
Escrito por: Pablo Baquero Sánchez
Foto: A.S.O./Aurélien Vialatte