Una cosa se puede concluir de los campeones: nunca, sin peros, hay que darles por muertos. Toda la vida nos han contado que todas las personas somos iguales, pero no es cierto. Se dice que los ciclistas están hechos de otra pasta. Los campeones ciclistas están hechos con un material desconocido que no permite a sus rivales relajarse hasta pasar la última línea de meta. He ahí otro de los mantras y eslóganes que los prudentes lanzan al aire cada vez que se da algo por hecho en deporte. El influjo del miedo a los campeones ciclistas en el resto de modalidades. Casi nada.
La mañana salía fría en Salamanca. Corría el año 1983, el primero post-naranjito y era el mes de mayo, pese a que abril cobró más fama de acoger a la Vuelta antes de 1995. La Plaza Mayor, ese monumento tan majestuoso al que muchos acuñan el adjetivo de ‘plaza más bonita de España’ ya era bonito entonces y lucía aquel 6 de mayo como en sus mejores días. El pelotón se agrupaba en torno al control de firmas y arrancaba un día que iba a entrar en la leyenda del ciclismo. Pero nadie se lo imaginaba mientras rodaban esos primeros kilómetros. Los intentos de escapada fueron constantes. Setenta corredores salieron de la capital salmantina con destino Ávila. Dos ciudades muy relacionadas unidas en esta ocasión por una fina lluvia, una ristra de puertos y, en definitiva, por el ciclismo.
Los Renault salieron juguetones, con los Reynolds en vanguardia del grupo. Un héroe abría camino. Jesús Blanco, del mítico Teka, coronaba el puerto de la Peña Negra con amplia ventaja sobre un grupo donde relucía el amarillo de Julián Gorospe. La nieve en el costado era sinónimo de altitud y no era para menos, ya que se alcanzaban los 1900 metros al pasar por el primer alto de montaña. Los Zor buscaban también guerra. Pedro Muñoz se lanzó a por él. Laguía hacía de las suyas para sumar puntos en su eterna voluntad de ser el rey de la montaña.
Vicente Belda abría hueco en ese tramo entre puertos que existía antes de llegar al descenso del puerto del Pico, otro de los mitos de la Ávila civil, con la magnífica y serpenteante calzada romana sita junto a la carretera. La entonces peligrosa bajada ya vio movimientos que hacían presagiar que algo se estaba preparando. Algunos activos del grupo como pudiese ser el italiano Giuseppe Saronni se mostraban inquietos. Hinault ya había mostrado que el corredor apagado que se había visto sufrir a la largo de aquella edición de la Vuelta iba a ser parte del pasado. Este era otro Hinault, el de siempre.

Llegó San Esteban del Valle, iniciaba el ascenso a Serranillos y lo que hasta entonces se conocía de la clasificación general iba a darse la vuelta como un guante. Zor y, sobre todo, Reynolds iban a sufrir un hundimiento que para muchos duró ya una vida. Hinault aceleró el ritmo con la inestimable ayuda de Saronni, que abandonó justo tras este momento, y puso en un brete al líder, que intentó responder en primera persona al ataque. Sólo Lejarreta resistió la rueda del francés, que se dirigía a la cima con decisión y sin pedir un solo relevo. Era una lucha no con el líder, sino contra la historia, contra el destino, contra las circunstancias que le habían hecho hincar la rodilla en más de una ocasión, ‘abofeteado’ una y otra vez por un pelotón de españoles que se rebelaron ante uno de los más grandes campeones de la historia.
El momento en el que Bernard voltea la cabeza y observa a su presa caer en la red fue único. Gorospe se hunde. Poco a poco le van dando alcance corredores que progresivamente le van dejando atrás. Por la cima ya son más de dos minutos. Laguía hace de gregario y se olvida de la montaña. Hinault no ceja en su empeño. Los escapados, que son alcanzados por el galo, van cediendo ante el ritmo. Sólo Lejarreta y Belda le hicieron sombra. El joven Gorospe se quedó solo con el maillot rojo de la montaña.
El velódromo de Ávila iba a ver al dorsal número 1, Lejarreta, como un adhesivo en la rueda del ‘Tejón’. Belda intentaría sorprender, pero el futuro maillot amarillo, no iba a regalar nada y pese a haber acometido en solitario el esfuerzo de los últimos setenta kilómetros ninguno de sus dos acompañantes iba a poder ni siquiera ponerle en dificultades en el sprint. Una etapa que Hinault completó en casi seis horas. 215 kilómetros que el vasco y antiguo jefe de la clasificación tardó unos veinte minutos más en recorrer. La Vuelta quedaba sentenciada en espera de la siempre complicada etapa de Navacerrada y la amenaza del durísimo Lejarreta en segunda posición. No iba a ser posible para el de Bérriz e Hinault se impuso en Madrid.
Tras la gesta de Ávila, quizá la más hermosa de su carrera, declaró que hasta la última meta todo era posible, que no daba por muertos a sus rivales. Aprendió una valiosa lección luchando contra los españoles en finalmente pensar que no había enemigo pequeño. Los españoles, a su vez, aprendieron otra valiosa lección, y es que ante un ciclista de esta envergadura no hay que arrugarse, porque incluso en la derrota ya hay mucho honor si al menos lo has intentado.
Unos problemas en la rodilla de los que se aquejaba el astro francés durante la carrera fueron después motivo para que al haber forzado en la recta final de la Vuelta tuviese que ser intervenido, perdiéndose el Tour de Francia, del que era dueño y señor absoluto. Su ausencia fue aprovechada por su coequipier para alzarse en París. Laurent Fignon, que también estuvo presente en su hazaña de la Sierra de Gredos, se convertiría en un nuevo problema para su jefe de filas.
Escrito por Jorge Matesanz
Foto de portada: deportesavila.com
Gran narración