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La importancia del Tour de Francia de 1983 en el ciclismo español

Cumple una efeméride redonda como lo son los 40 años. Lo que la edición del Tour de Francia de 1983 supuso para el ciclismo español merece el recuerdo constante en momentos de zozobra. Los recuerdos del último maillot amarillo se difuminan entre las memorias que ocupan estrellas que bajo otras banderas han protagonizado los mejores momentos del ciclismo perteneciente a los últimos tiempos. No había más derrota que la propia mentalidad del ciclista español de antaño, ese que veía a los espigados y rubios holandeses empujarles en el llano. Durante una época fue menos común ver la bandera española en lo alto del podio y en la lucha.

El ramillete de favoritos, que se seleccionaba estrujando el manojo de rosas que las primeras rampas seleccionaban, rompía a llorar por los sufrimientos del llano, el pavés, el desgaste de los días, de la mentalidad pequeñita que evitaba mirar a los ojos a los rivales y plantarles cara espada contra espada. Así era el Tour para los españoles durante años. Una sucesión de supervivencias entre pelotones que bandeaban de lado a lado de la carretera con el único fin de seleccionar a los pocos elegidos que triunfarían y dejar en la cuneta a todo aquel no merecedor del ya extinto carné de ciclista.

En el Tour de Francia de 1983 tuvo mucho que ver la Vuelta a España celebrada aquella fresca primavera. Hinault tuvo que emplearse a fondo para batir a los diferentes comandos españoles que le esperaron a cada vuelta del recorrido. Gorospe, Alberto Fernández, Lejarreta, Belda, Delgado, Pino. El crecimiento del francés tuvo que ser tal que no le restó salud en la rodilla para afrontar el mes de julio con garantías. Un fracaso fraguado recorriendo la piel de toro, tres semanas donde la moral y el autoestima de un grupo de ciclistas mejoraría sobremanera.

Esperaban veinticuatro días para recorrer Francia en el sentido opuesto a las agujas del reloj. La última victoria española en el Tour databa de 1978, cuando el podio de Biarritz celebró a Lasa mientras se terminaba de gestar el nacimiento del mito Hinault. Cinco años a palo seco, con el décimo puesto de Alberto Fernández ‘El Galleta’ en 1982 como único elemento que llevarse a la boca. Época de desierto árido de espinosos cactus, un lugar en el que ninguna semilla crece. Donde la falta de lluvia seca la voluntad de romper con las cadenas, los complejos y los valores prestablecidos.

Esa capacidad de rebeldía esperaría a los Pirineos, las montañas predilectas de los españoles, por cercanía o por altura relativa, quién sabe. El ‘loco de los Pirineos’, que respondía al nombre de Pedro Delgado, fue el empiece de la ruptura de una barrera psicológica que estaba diluyendo en el saco de la historia las gestas del ya lejano Fede, de Luis, de Tarangu, del olvidado López Carril. Los televisores calibraron su color para el regreso de las ilusiones en tonos amarillos. Hubo una contrarreloj llana disputada sobre la portuaria Nantes al sexto día. En venganza por su entierro como ciclista, Julián Gorospe sorprendió con el tercer puesto. Era un ciclista del Reynolds, del futuro Banesto, del Movistar.

Antes estuvo el pavés y todavía una de las últimas etapas de 300 kilómetros en la historia del Tour. Llana, por supuesto. La llegada a Luchon anticipó el cambio de ciclo. A Delgado le faltarían seis segundos para dar alcance a Robert Millar, ganador de la etapa. Pero la foto del día sería suya, descendiendo como un loco, apoyando el pecho sobre el cuadro de la bicicleta y levantando el culotte al cielo. Posición que se universalizó y cambió el adjetivo adscrito a Pedro de loco a genio.

Ángel Arroyo se adelantaba unos segundos a los favoritos. El escalador abulense fue quien perdió el aplauso por haber sido descalificado de la Vuelta de 1982 a los pocos días de proclamarse campeón en el Paseo de la Castellana. Ciclista de calidad, de la mejor escuela de montañeros que ha tenido España en su delegación ciclista.

Los días pasan, el Macizo Central se acerca y Delgado vuelve a ser segundo a un segundo esta vez del primer puesto. La decimoquinta aventura por suelo francés de aquel verano escalaba en modalidad cronometrada hasta las antenas del volcán más famoso de Francia, el Puy de Dôme. Ni el Alpe d’Huez, que estaba tan de moda, representaba entonces lo que este caracol que conformaba la carretera para ascender a una cima imposible y durísima. Primer tiempo para Ángel Arroyo. El ciclista del Reynolds aún tuvo que esperar el tiempo de diez ciclistas a su llegada a la línea de meta.

Escalaba las rampas del gigante el segoviano Pedro Delgado. Superaba el tiempo de su compañero de equipo y se ubicaba segundo. Desde los tiempos balísticos entre Ocaña y Fuente no se recordaba un doblete similar. Para completar otra revolución, que fue la de los colombianos, Patrocinio Jiménez cerraría el podio simbólico de una cronoescalada que demostró que de poder a poder no hay enemigo pequeño ni gigante invencible. David ganó a Goliath, se había derribado un muro que se pensó quedaría resquebrajado para siempre. Pero no.

Delgado salió de Alpe d’Huez a un minuto escaso de Laurent Fignon. La fatídica etapa de Morzine le concedió una pérdida de veinte minutos. Arroyo sería segundo y se metería en la pomada, vengando el desfallecimiento de su compañero. La cronoescalada a Avoriaz aupó al abulense a la pelea por el podio, estando ya Fignon demasiado lejos. Fue en la crono de Dijon donde el amarillo mostaza terminó de definirse y el ya líder del Reynolds volvería a ser segundo para ocupar similar posición en la general final. Podio, dejando a un mito como Van Impe fuera de las medallas simbólicas. Así saben mejor las victorias de este estilo.

Escrito por Jorge Matesanz

Foto de portada: YouTube / Interiores: Pedrodelgado.com / COPE

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