Llevaba tiempo queriendo escribir sobre este tema. Reconozco que cuando me sentaba durante aquellas largas y calurosas tardes de julio bañadas por un sol abrasador para presenciar las etapas que tenían como gran hilo argumental este legendario duelo, reconozco que no me gustaba. Me dejaba con un sabor casi tan agridulce como el que tengo ahora al recordarlo por los sucesos que todos conocemos. Sentimiento, creo, compartido por muchos de nosotros. Tampoco era muy optimista entonces sobre el duelo. Creo que hay pocos que creen ya en Reinos de Narnia y duendes que cambian dientes por dinero (¿cuántos de nosotros llevarían dentadura postiza hoy para, entre otros, afrontar los abusos energéticos de nuestros días?). La ignorancia es la base de la felicidad, dicen. Y razón no le falta a esa afirmación. Igual que las descalificaciones de personas que eligen la pizza en masa fina por consonancia con el grosor de su piel. Ver no es igual que creer. Hablar no es sinónimo de justificar.
Son días de escondites tristes y frustrados detrás de un perfil de Twitter, de juicios a priori, de velocidad de ¿información? e imposibilidad de corregir. Días de una sola impresión, la primera. Días donde la corriente no permite tolerancia ante la no rendición ante ideas preconcebidas, verdades o semi-verdades repetidas mil veces sin ningún argumento que ejerza de cemento sobre el que construir cimientos argumentales. Días donde no se permite realizar el mismo recorrido por carreteras comarcales en lugar de una cómoda autopista, que es, por supuesto, la mía. ¡Cómo va a ser la tuya la dirección correcta! Ríndete a mi intelecto superior. Dicen. En este duelo sucede algo similar. Si concedes una palabra no peyorativa hacia ambos miembros, mal ciudadano. Reinos de Narnia y duendes que cambian dientes por dinero. Apliquen siempre que necesiten de aquí en adelante. Las regeneraciones. Monólogos.
Vuelvo al duelo. Se vendió como un enroque de modelos, donde el teutón recurría a la fuerza bruta y el americano abre-desiertos (siete, en concreto) al puñetazo fuera-dentro con el que noqueaba rememorando los peores días de la vieja Europa en guerra. El paso del tiempo garantiza una mejor visión sobre aquellos días en los que nos veíamos gordos y feos. El tuerto es el rey de los ciegos. Así era el duelo de la caballerosidad, entre el alemán Jan Ullrich y el norteamericano Lance Armstrong. Fueron días grises después, es innegable, y han traído mucha zozobra posterior. Pero, no nos engañemos, también lo fueron durante. Cuando el ciclismo es predecible pierde encanto. Y no había nada más predecible que aquellas cinco ediciones en las que el gran duelo fue protagonizado por ambos.
Incluso el magnífico Tour 2003, que recopiló muchos de esos momentos que parecían abonados a su desaparición, dio la sensación de ser una obra ya escrita de antemano. Una forma de hacer épico un día más en la oficina, de resolver una ecuación que en su momento parecía tener muchas incógnitas potencialmente irreales. Muchos sospechan de las autopistas, yo también de las comarcales. Simple intuición. Una parcela de imprevisibilidad dentro de un marco repleto de algoritmos totalmente predecibles. El héroe no deja las películas a medias. Eso lo sabe todo el que se sienta a ver cine.
A lo largo de la dilatada existencia del ciclismo, los duelos han servido de anzuelo a crear historias sobre las historias vividas, algunas exageradas o deformadas por el teléfono escacharrado que es la transmisión de información. Un atractivo que obliga a tomar partido, que da razón a las voces y a las teclas para verter opiniones. Árboles que impidan ver el bosque o tala indiscriminada que permita una vista más amplia sobre los hayedos que resistan a la disección. “Alguien vendrá que bueno te hará”, como bien reza el refrán. Así resumo, tras muchas palabras y cruce de sensaciones multilaterales, el duelo entre Lance y Jan.
Entre medias, momentos como aquella voltereta que hubiese obtenido un 10 en ejercicios de gimnasia rítmica bajando el Peyresourde. Bajada en la que se consolidaron más mitos, como el ‘le fou des Pyrenees” o la mirada urkeliana de Quintana a Valverde mientras el eslabón intermedio entre LeMond y Merckx se marchaba carretera abajo a lomos de la barra de su bicicleta. También aquella cuestionable a la par que legítima táctica del ‘play dead’ camino de Alpe d’Huez en 2001 para buscar su particular ‘Odisea en el espacio’. Kubrick también hubiese diseñado aquel sopapo de realidad que fue el ‘safety car’ de Luz Ardiden. Una cima que recuerda más a la ‘Naranja mecánica’, por hilar temas, del añorado Euskaltel. Imposible dejar de lado esas caídas del de Rostock entre la lluvia que se vendieron como el motivo para no derrotar al americano en un Tour que tenía nombre. O esas intentonas en el Tour 2004 que fueron reducidas por el impactante CSC de Bjarne Riijs haciendo el trabajo sucio al implacable US Postal. Una retroalimentación entre ambos, con Jan creciéndose ante Lance. ¿Hubiese dominado al resto de fieras sin él en liza? Probablemente no como no pudo hacerlo con Pantani en 1998. O estuvo a punto de no hacer con el Festina en 1997.
Ratitos que evitaban ese garfio electrificado y eficaz que es la siesta. Videos que sirven para rellenar highlights. Un duelo que ha clareado entre la indiferencia, la indecencia y los escándalos que han circulado paralelos a ambos. Un recuerdo que es imborrable por lo prolongado en el tiempo, además de por el solar desierto en el que han convertido cual ‘Caballo de Atila’ el Tour de Francia durante siete años. Y muchos más. Sembrando la duda perenne e instalando el principio de culpabilidad en una opinión pública a la que poco hace falta para subirse a cualquier carro destructivo. Más aún si encuentra cierto esbozo de argumentos. Ídolos que han desilusionado. Que han desteñido tras varios lavados. Protagonizando la época más confusa y convulsa de la historia del ciclismo, algo que se puede afirmar con rotundidad. Pero fue el duelo que yo vi, el que ocupó mis tardes de julio y que siempre podré narrar por haberlas vivido.
Escrito por: Jorge Matesanz (@jorge_matesanz)
Foto: Sirotti
Gracias por este artículo, Jorge. Muy necesario. A mí me sigue costando volver a ver esos Tour, tengo la sensación que nos robaron algo. Armstrong era el modelo de superación, de “pulserita amarilla LiveStrong” que muchos llevábamos entonces, aunque ya dejara señales de “matonismo” como en el desagradable episodio con Simeoni, de lo más repugnante que he visto hacer en ciclismo. Ulrich era un caballero, siempre correcto en la disputa, primero contra Pantani y luego contra Lance. ¡Cómo hemos cambiado! ¡Cómo toca reescribir en nuestras cabezas el ciclismo de aquellos años!