Euskaltel desató muchas pasiones. Y como las pasiones, no todo se regía por parámetros cerebrales, sino que eran movidos por un músculo bastante inferior, impulsado por el aliento de incontables miles de aficionados que presionaban sin saberlo para que su equipo estuviese en la mejor posición posible. Visto así, un equipo con aire local que consigue ubicarse en un top elevado entre los mejores del mundo tiene mérito. Mucho mérito. La globalización ha sido un elemento novedoso en las últimas décadas. Comunicaciones, internet, gente de todo el mundo y los ámbitos interactuando al mismo tiempo. Lo local, lo personal ha pasado a internacional e impersonal. Las grandes superficies han devorado a las pequeñas tiendas. Euskaltel perdió rueda en ese cambio de vía. Sin más.
En aquel auge del maillot naranja dos ciclistas podrían ser considerados responsables. En primer lugar, Roberto Laiseka, ese serio escalador que conquistaba cimas por aquí y por allá y al que jamás se vislumbró una mueca de emoción. Hasta que coronó en Luz Ardiden el sueño que ya era ser de la partida en el Tour de Francia. Una guinda puesta al pastel de la mejor forma posible, ante rivales de gran enjundia. El carisma del vasco era también importante.
Pero, sobre todo, el causante de la “euskaltelmanía” fue Ibán Mayo. Una figura que pudo dar mucho más de sí en lo novelesco. Un escalador a la antigua, de esos que perdían el apellido en las contrarrelojes pero a la vez metían el miedo en las montañas. El vasco no se lo pensaba si tenía un gramo de fuerza. A lo mejor no ganaba, pero sí era capaz de provocar esa inquietud que después despedazan las fuerzas de aquellos que después ceden sin casi explicación.
Mayo ganó en Alpe d’Huez y elevó el proyecto naranja a los altares. La exhibición fue tal que todavía se recuerda. Y, de nuevo, ante los mejores pedalistas del momento. En el mejor escaparate posible. Si Luz Ardiden era una cima importante, la alpina iba a ser la cima de las cimas, la más importante quizás en todo el ciclismo profesional. La repercusión mediática fue tal que desde aquel día se erigió como gran esperanza para terminar con el dominio aplastante procedente de Norteamérica en el mes de julio. Todo confirmado por una Dauphiné, antesala del Tour, donde Ibán soltó exhibición tras exhibición. Daba miedo de cara a las tres semanas que esperaban por Francia.
Entre el pavé, el exceso de forma de inicio y esa vena novelesca terminaron por eliminar sus opciones no ya para aquella edición, sino para siempre. Las cámaras persiguiéndole cuando se quedaba del pelotón a las casi primeras de cambio. Gestos feos alguna vez. Pero el encanto y la atracción mediática son un boomerang que primero te saluda y después te despide. No es un proceso sencillo en ninguna de las direcciones. Su abandono de los colores fue visto como una nueva oportunidad. Oportunidad que tuvo, pero que no terminó de fructificar. Talento rebosante, mente quizá manejable por los nervios, el infortunio o los imprevistos. La diferencia, en definitiva, entre un campeón y un muy buen corredor. Que le pregunten sino a un Mikel Landa que está viviendo un caso bastante similar. En un mundo donde la presión y la mente pesan mucho más en las piernas que los propios esfuerzos sobre los grandes puertos.
Escrito por Lucrecio Sánchez (@Lucre_Sanchez)
Foto: Sirotti