Historia

Los relojes suizos: Zulle, Rominger y Dufaux

El ciclismo noventero tuvo en Miguel Indurain a su amo y señor pero el nivel medio de sus compatriotas en el inicio de década dejó bastante que desear. Tras la figura del gigante de Villava se creó un agujero negro de estrellas hispanas. Si en esa década hubo un país que globalmente dominó este deporte fue Italia. Los ciclistas del país de la bota fueron sin discusión alguna la primera potencia en las pruebas de un día y a su vez brillaron en las vueltas de tres semanas.

Ahora bien, si ponderásemos ese ranking de países en función del número de corredores profesionales Suiza hubiese sido la dominadora. La calidad media del ciclismo helvético alcanzó niveles excelsos; con un reducido número de profesionales, este país se situó en el primer escalón de potencias del mundo del pedal: contaron con grandes vueltómanos, clasicómanos, escaladores y contrarrelojistas; de todas las disciplinas sólo adolecieron de la carencia de un esprínter pata negra.

Si existe una carrera en la que se vio materializado ese virtuosismo es la Vuelta a España de 1996. En esta edición de nuestra ronda nacional el pódium lo coparon ciclistas suizos, una gesta absoluta ya que fue la primera vez que un país extranjero acaparó las tres primeras plazas de la clasificación general. Para encontrar un caso similar en otra de las grandes habría que ir nada menos que a 1920, año en el que Thys, Heusghem y Lambot no dejaron que ondease otra bandera que no fuese la belga en el cajón final del Tour de Francia.

Los tres integrantes de ese pódium de la Vuelta 96 fueron Dufaux, Zülle y Rominger. Hablemos un poco de ellos para así deleitar a la chavalería o en su caso para que el boina verde rememore momentos que le hicieron levantarse del sofá.

En esta terna de ciclistas Laurent Dufaux es el patito feo, debido a que en cualquier comparativa con sus dos compatriotas la inmensa mayoría queda empequeñecido. Laurent despegó con unos parámetros de corredor de calidad pero limitado en altos vuelos. Podía batirse con los mejores en finales en alto, pruebas de una semana y contrarrelojes cortas pero en el encadenado montañoso y cronos de más de una hora de esfuerzo — sí chavales, por entonces la lucha contra el crono podía acumular tales minutajes— su motor empezaba a griparse.

En ese contexto Dufaux se impuso en unos baratos Dauphinés y en una Vuelta a Burgos que bajó en ritmos de escalada respecto a la edición anterior —De las Cuevas on fire era mucho De las Cuevas—. En Festina se produjo una evolución de Dufaux con una historia que ya sabemos cómo terminó pero fue uno de los contados exrelojeros que tras la redada del 98 volvió a ser altamente competitivo, en especial con la victoria en un Campeonato de Zurich que deparó un duelo épico entre los mejores vueltómanos y ardeneros del momento con un tal Óscar Freire de invitado.

Nuestro siguiente protagonista helvético es uno de los deportistas extranjeros más queridos que hemos tenido: Alex Zülle. El por qué de ese cariño recibido reside en su combo de superpoderes — Zülle cuando estaba inspirado podía noquear al que fuese tanto en montaña como en crono— y defectos propios de cualquier ciudadano de a pie. Su miopía condicionó por completo su carrera profesional ya que con lluvia sus lentes quedaban empañadas, con lo que literalmente pasaba a ser un invidente y, privado de ese sentido, los descensos pasaban a ser un auténtico viacrucis.

Alex llegó a la ONCE tras la decisión tomada por Manolo Saiz en una ascensión al Mont Ventoux de hacerlo debutar al final de la temporada 91 y ya se aupó al cajón de toda una carrera HC como la Volta. Su crecimiento fue constante — numerosas vueltas de una semana conquistadas y hasta líder provisional del Tour—  y en la temporada 93 terminó convirtiéndose en la referencia vueltómana de su equipo tras el fiasco de Erik Breukink.

Su palmarés no fue acorde con su motor ya que dos Vueltas a España y un Mundial contrarreloj como logros máximos se antoja un botín escaso para semejante talento. Sin ser victorias sus dos segundos puestos en el Tour de Francia adquieren gran valor ya que en el primer caso fue ante el Indurain más fuerte que presenciamos y el segundo ante el primer hito del Armstrong heptaganador que tiranizó la Grande Boucle.

Al margen de su capacidad de mimetizar a Rompetechos Zülle nunca llevó bien competir bajo presión; cuando fue etiquetado como líder en grandes escenarios, falló con asiduidad. No es casualidad que muchas de sus grandes actuaciones llegasen en un contexto de no liderazgo inicial en el equipo como en la Vuelta 93 o tras haber perdido, de inicio, excesivas opciones como en sus dos subcampeonatos de Tour en los años 95 y 99.

Archienemigo de Alex fue Tony Rominger, seguramente el mejor vueltómano de la historia entre los que nunca pudieron ganar el Tour. Sobre él circula un sambenito de que fue un caso de corredor totalmente sacado de laboratorio por su llegada a la élite de las grandes vueltas a una edad muy avanzada, pero es una conclusión totalmente errónea. Rominger no fue consciente de su verdadera valía hasta bien entrado en años por mor del correctivo al que le sometió su hermano menor que condicionó que su salto al profesionalismo se produjese con poco margen de edad para no ser considerado veterano.

A esto hay que sumarle que en su segundo año de profesional (1987) aguantó dos tercios de Giro de Italia como serio candidato a la maglia rosa para al final hundirse, y que, previo a su paso por CLAS ya llegó a ser el mejor corredor de vueltas de una semana y a su vez fue ganador de Monumentos. Por tanto su paso a segundo mejor vueltómano tras Indurain no se produjo desde la nada absoluta, ya había mucho corredor en ese Tony del Toshiba. Sobre el asunto de que su preparador fue Ferrari, ya sabemos que cuando debatimos sobre ciclismo de los noventa no se puede hablar de santos, pero es evidente que el corredor llevaba de serie motor para ser uno de los grandes de su época dentro de un ciclismo de trucaje general de motores.

Respecto a los sentimientos que despertó por nuestra península, podemos decir que éstos fueron encontrados.

Por un lado fue el gran rival de Indurain, por tanto un nutrido sector le deseó lo peor con momentos deleznables como arrojarle piedras a su rueda lenticular. Tampoco ayudó a su imagen su carácter huraño y sus frases asusta viejas respecto a futuros logros, como que iba a triturarlos en el Giro de Italia… algo que terminó sucediendo.

En cambio en Asturias encontró su segunda patria al ser el buque insignia del CLAS, un conjunto que al mando de Juan Fernández se convirtió en una piña y en el que la guardia pretoriana del corredor —impagables Unzaga, Arsenio o Mauleón— entendió de inicio que no había lugar a otra táctica que no fuese el balones a Tony. El corazón de los seguidores del Principado fue conquistado por Rominger y su dicha máxima la alcanzaron en la mítica etapa del Naranco de 1993.

Laurent, Alex y Tony. Un gran corredor el primero y los otros dos absolutamente esenciales en el ciclismo de los noventa, sin ellos no se podría entender esta década tan de “travesuras” pero a su vez tan salpicada de gestas.

Escrito por: Miguel González (@gzlz11)
Publicado en el nº 4 de HC

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