El francés Louison Bobet fue el primer ciclista en la historia en coleccionar un trío de maillots amarillos definitivos de manera consecutiva. Los 50 ya no eran esos años pioneros y el ciclismo había evolucionado del mismo modo que el Tour lo había hecho. Vivió una época en la que los ciclistas eran considerados seres sobrehumanos capaces de recorrer enormes distancias con relativa facilidad, los días en los que se mitificaba estos héroes del pedal. Era el momento de Coppi, quien iba a verle pasar por los grandes puertos, los grandes días de los suizos, los de Bahamontes y Gaul que estaban por venir. Un tiempo en el que ser francés y campeón del Tour aupaba la fama del ciclista a niveles insospechados e inimaginables hoy día, donde vivimos un ciclismo muy menor.
La familia Bobet era conocida en Saint-Méen-le-Grand, en la Bretaña, por su actividad panadera. Estuvo ubicada durante años en la hoy Avenue Louison Bobet y pasó a ser una autoescuela con el tiempo. Su padre era Louis, como él, que para evitar confusiones fue apelado por el diminutivo que quedó en la historia del ciclismo. Como todos los genios, la multidisciplina fue su fuerte, se proclamó campeón de tenis de mesa a nivel regional. Hasta que su tío Raymond, parisino y presidente de un club ciclista en la capital, le indujo a centrar sus esfuerzos en la bicicleta. En sus primeras competiciones coincidió con Raphäel Géminiani, otro fuera de serie del que sería compañero y rival.
Fue llamado al frente de batalla durante la II Guerra Mundial hasta que en diciembre de 1945 fue desmovilizado. Quién le iba a decir viviendo las incertidumbres propias de un conflicto armado de semejante naturaleza que en menos de dos años iba a estar debutando en el Tour de Francia. Uno de sus rivales en esas primeras escaramuzas fue Marcel Bidot, posteriormente nada menos que su director en el equipo nacional que apoyaría varias de sus gestas. Pasó a profesionales con un equipo asentado no muy lejos, en Nantes. El Stella competía casi en exclusividad en tierras bretonas, y en ellas ganaría su primera competición, Boucles de la Seine. Superó en seis minutos al segundo clasificado y fue llamado a filas de nuevo, esta vez por el equipo nacional para competir en el Tour.

Esa primera experiencia no fue muy positiva. Sorprendido por la dureza de la competición, abandonó a la novena etapa entre sollozos, bautizado por el pelotón pues como ‘el bebé llorón‘. Más duro fue el comentario de René Vietto, quien le nombró como La Bobette, con todas las connotaciones que uno se pueda imaginar. La terminación -on era considerado un diminutivo femenino en los nombres del resto de Francia, no así en la Bretaña, origen de Louis. Vietto, insultos aparte y por curiosidad, perdió un dedo del pie a causa de una gangrena y, como buen amante de la simetría, se cortó, dice la leyenda que con la ayuda de su gregario Apo Lazaridès, otro en el pie opuesto.
Volvió a casa, escuchó los consejos de su padre y regresó en 1948 con más fuerza que nunca. Todo fue distinto de un verano a otro. Bobet lució el amarillo en Nantes, sede del Stella. Lo perdería y recuperaría en apenas unos días, con la llegada a Biarritz, al pie de los Pirineos. El gran favorito, el italiano Gino Bartali, debía recuperar veinte minutos sobre el francés, quien había cerrado ya bastantes bocas pese a que la carrera se le haría más bien larga. Ello unido a que el primer ministro italiano De Gasperi conversó con Bartali para que hiciese lo necesario por ganar el Tour y así distraer a una población enfervorecida con una crisis política de extrema gravedad. El monje volador se lo tomó tan en serio que acabaría el Tour con más de media hora de ventaja sobre Bobet, quien finalizó cuarto, recogió beneficios y se mudó a París. Su esposa abriría en la capital una tienda de textiles. Sin saberlo aún, Louison se fue acercando a Bélgica, esta vez solo físicamente.
Tras una edición de 1949 que él mismo quiso olvidar cuanto antes, 1950 permitiría al ‘panadero‘ competir por el podio con un viejo conocido como Géminiani, mucho más hecho, maduro y confiado que Bobet. Lo que pudo ser una convivencia amable fue una rivalidad que llevó incluso al francés a buscarle motes a su contrincante, esa costumbre tan francesa en la época. Nuestro protagonista fue tercero, bien lejos del suizo Kübler y el belga Ockers, pero tercero al fin y al cabo, por delante de aquel que le insultaba, y eso que eran compañeros en el equipo nacional. A palabras necias, terceros puestos. Medalla de bronce y una nueva victoria de etapa después de haber ganado un par en su debut. El éxito le llevó a aventurarse con el Giro en 1951, donde fue 7º, pesándole en el Tour (20º). El equipo se centraría más en Géminiani.

‘Nunca ganará un Tour’, se podía leer en titulares de prensa. La sensibilidad de Bobet llegó a verse afectada, así como su autoestima, viendo como Robic y Géminiani eran bien valorados al tiempo que el campeón francés era despreciado como un cierto aspirante. Un corredor que en 1951 se proclamó campeón de la Milán San Remo y el Giro de Lombardía, sus dos primeros Monumentos, siendo segundo en el velódromo de Roubaix. Se seguía acercando al carácter belga en eso, desde luego. Pese a ello, se ausentaría del Tour en 1952, año del estreno del Alpe d’Huez, de Sestrieres, de las llegadas en alto adoctrinadas por Coppi, el rey de las montañas con el encanto que Bobet anhelaba.
Como solía pasarle, después de un tiempo de introversión y reflexión, el bretón retornaba al máximo nivel con energías renovadas. En 1953 no sólo iba a ganar el Tour, sino que iba a revertir el sentir generalizado en torno a su persona. Briançon fue la etapa clave, a cinco días de finalizar. Se escalaban, entre otros, Vars e Izoard aún sin pavimentar, con más piedras en la carretera que en la Casse Déserte, por donde los campeones pasan solos, según sus propias palabras. Un escenario que rinde homenaje aún hoy tanto a Bobet como a Coppi en su cima. Louison dejó el pelotón a su espalda y sentenció la carrera en la ciudad más alta de Europa. El español Loroño atacó en Vars, fue seguido por el futuro maillot amarillo y en el descenso de Vars abandonó su compañía para emprender carrera en solitario y levitar hacia la meta. Fue la primera piedra de su trienio de dominio en el Tour.
Era el 50 aniversario del Tour, así que en París todas las personalidades habidas y por haber acudieron a la invitación de la organización. Entre ellas, el primer campeón, Maurice Garin, quien entregó el gran premio a Bobet. No cabía más honor. Aún y todo se criticó la ausencia de algunas estrellas como la del ganador del año anterior o la de Fausto Coppi, quien vio desde la cuneta la gesta del francés. En 1954 ya no hubo excusas para atacarle, pues los suizos con Kübler a los mandos y los belgas hicieron una dura oposición. El amarillo fue cambiando de manos desde la salida de Amsterdam hasta que nuestro protagonista lo alcanzó de forma definitiva en Millau. De nuevo en el col d’Izoard sentenciaría la general y ahora sí, sin ningún reproche.

Derrotados los críticos, era momento para afrontar otros objetivos. Se proclamó campeón del mundo en Solingen (Alemania Occidental) por delante de Schär, tercero en el Tour, y Gaul, un aliado futuro. Afrontó el cambió de equipo, dejando el Stella por el Mercier, que llevaría bicicletas con su nombre. En 1955 fue acumulando conquistas como el Tour de Flandes (primer francés en lograrlo) y la Dauphiné, no teniendo tanta suerte en Roubaix, que seguía resistiéndose. Ganaría el Tour que le iba a ascender a los cielos de la historia por ser su tercera victoria consecutiva y convertirse así en el mejor ciclista de la historia en aquel momento, honor que permanecería vigente hasta que irrumpió un señor llamado Anquetil poco tiempo después. Irónicamente fue también en cierta medida su tumba deportiva.
El inicio del francés Antonin Rolland, quien se mostró más fuerte que Bobet durante gran parte de la carrera, hizo que el seleccionador francés apostase por el maillot amarillo en detrimento del héroe al que toda Francia adoraba. Como siempre, su papel iba a suponer aprecio y prioridad por parte de otros ciclistas de su mismo equipo. Esta vez iban a ser los Pirineos los decisivos. El líder se deshizo a la llegada a la cordillera y tuvo que ser Bobet quien acompañado de Charly Gaul recurriera a una larga aventura en las montañas para recuperar el Tour para Francia. Aubisque y Tourmalet sustituirían la figura del Izoard en esta ocasión. La gloria, no sin dificultades, terminaría por llegar, al igual que una serie inacabable de forúnculos que terminaron por necesitar cirugía. Debía haber algo más, ya que pese a haber tomado la salida como campeón defensor del título en el Campeonato del Mundo de Frascati (Italia), los doctores le recomendaron reposo y olvidarse de su carrera ciclista.
Los historiadores hablan de un Bobet al que los médicos definían como muy enfermo. El francés ganó por fin Roubaix en 1956, completando cuatro de los cinco Monumentos. Lieja sería el único que restaría para unir su nombre al de los tres únicos ciclistas (belgas) que lo conseguirían en la historia. En las clásicas siguió con cierta normalidad, también en el Giro, siendo segundo, si bien el Tour quedó apartado hasta 1958, cuando Louison decidió volver a participar en contra de la opinión de sus médicos. La imagen de Bobet en el Izoard fue bastante diferente, envuelto en la más absoluta agonía para alcanzar un 7º puesto final. No volvería a finalizar ningún otro Tour, si bien en 1959 lo intentó de nuevo.

En 1960 sufrió un grave accidente de coche (en el que viajaba su hermano Jean, también ciclista) y fue el fin definitivo de su carrera deportiva, si bien aún pudo volver a competir y lograr alguna victoria más, pero a otro nivel. La talasoterapia le ayudó a rehabilitarse tras el suceso, llegando a abrir un centro con su nombre en la costa bretona. Durante años anduvo enfermo, se especulaba que de cáncer, hasta que en marzo de 1983, un día después de su cumpleaños, fallecería en Biarritz, curiosamente la ciudad en la que lució su primer maillot amarillo. No pudo ver a Fignon ganar aquel Tour de Francia, quien también sufrió el ataque más cruel del cáncer. Ni a Hinault completar la manita de Jacques Anquetil.
La suya fue una historia de suerte y desgracia, de oportunidad e infortunio a partes iguales. Su nombre pasó a ser considerado sinónimo de ciclismo heroico, un auténtico mito en Francia con el paso de las generaciones. Uno de los últimos ciclistas recordados de ese ciclismo en blanco y negro que supuso el origen de todo, del ciclismo que hoy se disfruta. Bobet quedará como un luchador que superpuso a todos los enemigos que un deportista pueda tener, desde el desprecio de sus propios compañeros a la desgracia personal. Deja un palmarés envidiable y un recuerdo imborrable y perenne escalando el Izoard, para siempre su montaña, su lugar. Tuvo su carrera memorial e incluso protagonizó alguna canción de finales de los años 80. Todo un símbolo.
Escrito por Jorge Matesanz
Fotos: tomadas de Capovelo.com y L’Equipe



Maravilloso artículo. Uno siempre aprende. Gracias por compartir.