En ocasiones, los ahora conocidos como nicknames por el desliz anglosajón del lenguaje, los motes de toda la vida, son definidos por los detalles más sencillos. Vivir junto a una fábrica de galletas, devorar cada línea de meta como si fuese la última, animales varios a los que achacan parecido o microdecisiones que sin saberlo se convertirán en patada a seguir por parte de los demás, gestos que pasan a la historia. Pedro Delgado debutó en el Tour de Francia en 1983. De sobra es conocida la influencia positiva que el paso de dos chicos del Reynolds ejerció sobre la historia de este deporte en España.
Arroyo y Delgado fueron junto a Laurent Fignon los grandes triunfadores de ese mes de julio. El abulense ya era conocido, pero lo del segoviano fue el comienzo de una relación novelesca y apasionante con el gran público. Corría el 11 de julio, lunes. No era una etapa cualquiera, escalando Aubisque, Tourmalet, Aspin y Peyresourde. Etapa tan clásica como dura, más aún en una era donde los desarrollos no eran lo que son. Doscientos kilómetros, sabor ochentero y un calor de justicia en plenos Pirineos.
El Tour era uno cuando salió de Pau y otro cuando llegó a Bagneres de Luchon. Sean Kelly, el eterno candidato, portaba el amarillo, que fue el consuelo de su paso por una edición algo agria para él. El verde fue suyo en París, poca compensación suponía para un ganador como el irlandés sumar tres ediciones sin pasar del segundo puesto. Lo que aún desconocía era que jamás volvería a ganar en el Tour nada que no fuesen repeticiones del maillot de la regularidad y que iba a ser su único día de amarillo.
Le duraría poco. Las montañas pudieron con el ciclista del Skil y pese a no desmoronarse del todo, estaría clara su baja voluntaria para optar al Tour. Todavía no era esa clase de ciclista, empezaría justo en 1983 a coleccionar puestos de honor. El protagonismo pasaría a la sección hispana del gran grupo. Una escapada que englobó a Lucien Van Impe, a Edgar Corredor, a Patrocinio Jiménez y a Pedro Delgado, entre otros muchos, marcaría la carrera durante unos días. El gran beneficiado de la misma fue Pascal Simon, resistente líder hasta las veintiuna curvas de Alpe d’Huez, a las que no llegó de amarillo debido a una dura caída.
Los puertos pasaban, Fignon iba clarificando la clasificación y lentamente los fugados iban ocupando sus asientos. Robert Millar coronaba el Col du Peyresourde. Desde su cima todo era descenso hasta los últimos metros. El ‘escocés del pendiente’ (¿ven lo de los motes?) enfiló hacia Luchon con la esperanza de incluirse entre los ganadores de etapa del Tour. Sí, porque aquel Tour fue mágico por la coincidencia de tanto talento creciendo al mismo tiempo. Le faltaron seis segundos a Delgado para dar alcance a Millar, ciclista con el que tendría una relación especial en los próximos años.
Millar coronó con algo más de medio minuto sobre Delgado. Perico le veía al fondo en las grandes rectas que este puerto ofrece una vez se terminan las horquillas que arrancan el descenso. El hambre agudiza el ingenio, dicen. Y así el segoviano optó por una posición aerodinámica que ni el mismo sabía explicar con precisión. La locura de echar su cuerpo sobre la bicicleta que le hizo ganarse en Francia el sobrenombre de ‘el loco de los Pirineos’ (le fou des Pyrénées). Froome protagonizó una estrategia similar en el mismo lugar, puede que basado en Delgado y su aerodinámica de intuición.
Escrito por Jorge Matesanz
Foto de portada: Reynolds / Pedrodelgadoweb