Es uno de los temas más recurrentes en los corrillos cada vez menos habituales de ciclismo. Empiezas hablando de la dureza de una subida inédita en Andalucía y acabas hablando de cómo en el panorama ciclista de hoy los jóvenes irrumpen con tal fuerza que los más veteranos se ven en serios problemas para plantarles cara.
Entiéndase por veteranos aquellos ciclistas que rondan los 27-28 años de edad, algo que carece de sentido para las generaciones que hemos crecido con la idea de que el ciclista se termina de hacer a esas alturas de la vida. Todo tiene un porqué y una razón de ser, y aunque en ciclismo dos más dos no siempre suman cuatro, vamos a intentar posicionar el contexto de lo que está sucediendo en el conocido como ciclismo del siglo XXI.
Antes de empezar, si, como yo, estás en una situación de desconcierto respecto a esta idea de jóvenes de 20 años pulverizando a ciclistas hechos y derechos en un deporte de tanta resistencia y madurez física como el ciclismo, no te debes preocupar. Crecimos con otros dogmas en mente, vimos otra gestión triunfar. La táctica Induráin funciona a veces, otras no es ni de lejos la estrategia a seguir. El éxito llega y se va, todo es finito. Mejor aprovechar el momento no sea que se marche y no vuelva. Esa conexión con el universo, esa receta que pasado el tiempo no te vuelve a salir igual. Planteamientos, apuestas.

Crecimos con otros paradigmas, como digo. Si bien el ciclismo tenía que ver con el de hoy que se desarrollaba sobre dos ruedas y que la mayoría corría sin casco ni chichonera. Y poco más. Hoy los junior saltan al profesionalismo sin pasillos intermedios que conecten ambas categorías. Con el gran salto que supone subir cinco escalones de golpe. Labor y provecho de intermediarios en muchos casos, los tiempos que cambian en otros.
Comisión va y tarta de cumpleaños que viene, se puede achacar a varios factores actuando de forma simultánea al ciclismo para conducirlo por este sendero. El ciclismo apoya sus bases en la resistencia física, en la gestión del esfuerzo, en los marginal gains. Si tu bicicleta permite ahorrar rozamiento al aire, por qué no. Si el peso permite escalar dos segundos más rápido un puerto de montaña, por qué no. Si el casco te perjudica en lo estético, en la foto, pero a cambio se consigue hacer eficiente el esfuerzo, por qué no. Todo se mueve en esos niveles de perfeccionismo y de detalle. Esos pocos hacen un mucho, más de lo que parece.
En este rincón del siglo XXI los datos se imponen a las sensaciones. Los propios ciclistas hablan de vatios en los ataques en lugar de sensaciones cuando conversan entre ellos. En los 90 y los 2000 se referían a darlo todo, a explotar, a buenos y malos momentos. Incluso algún televisivo comentarista empezó en un ciclismo y ha terminado en otro. Se conoce a cuántos vatios es capaz de llegar cada uno, y cada ataque o respuesta está más pendiente del número que indica la máquina que casi de las piernas que lo llevan a cabo. Eso hace el ciclismo más predecible, los propios directores conocen desde la salida en qué valores se van a mover.

Si un ciclista joven alcanza un espectro de rendimiento en los entrenamientos a tope de esfuerzo físico, se sabe que es capaz de repetirlo, porque ha mostrado tener capacidad para ello. Esos estudios hacen al joven perder el miedo, el respeto a la duda que anteriormente tenía bastante que ver con un buen o mal rendimiento visto en carrera. Hoy de salida se sabe que si todo va bien, el ciclista va a estar entre los diez primeros en una llegada en alto. Todo si la gestión de esas energías sigue el abecé de sus directrices. Esa traducción numérica del ciclismo reduce la incertidumbre en el propio ciclista, que casi siempre acaba reproduciendo lo que ha entrenado.
Después nos movemos en un deporte mucho más estructurado, más controlado. Lo salvaje hace aflorar los valores adquiridos de cada uno, como la experiencia, la intuición o el error. En este ciclismo de últimos puertos todo va muy medido y limado hasta entonces. Recorridos mucho más cortos, donde lo agónico no termina de llegar porque el cálculo es mejor y siempre hay un día siguiente, lo que termina de rematar la ecuación en favor de los jóvenes. A mayor explosividad, más favorable es a ellos el ciclismo. Lo diésel es también innato en ocasiones, no cabe duda, pero también va apareciendo con el paso del tiempo, cuando el cuerpo responde mejor de forma progresiva que de forma abrupta.
Nos pasa a todos a la hora de levantarnos de un sofá, no le va a pasar a un ciclista de élite sobre su sillín. Las clásicas aún conservan las distancias originales, sí. Pero son un día de esfuerzo. Las grandes vueltas consistían en acumular esfuerzos uno tras otro y poco a poco se van quedando fuera de pantalla por el grave error de empujar hacia la autoeliminación de su esencia y naturaleza. La escasez de contrarrelojes realmente exigentes a su vez provoca que se elimine ese recurso de selección natural. La tensión que da la experiencia en un día así acaba por ser decisiva.

Sin esos días en los que el ciclista más veterano va a sacar provecho de su mejor forma de conocerse y de gestionarse, el ciclista joven tiene todas las de ganar. A la hora de sufrir un máximo esfuerzo intenso y de menor duración, la chispa y lo psicológico influyen. Un corredor con veinte años de carrera por lo general suele haber sufrido más el desgaste del paso del tiempo en lo físico, pero sobre todo en lo mental. Un recién llegado tiene ese plus mental, esa adrenalina del principio. Dicen que el amor dura tres años, que las endorfinas segregadas tardan ese tiempo en abandonar su renovación. ¿Cuánto duran en el ciclismo?
Dependerá del individuo, claro. Pero se entiende la idea. Se vio en la cima del Mont Ventoux en el sprint que se marcan Lenny Martinez, Michael Woods y el coche de organización que sale disparado hacia la meta y nos opaca toda la imagen en cámara. La carrera había sido recortada por prevención de inclemencias climatológicas en forma de tormenta. En 90 kilómetros fue más rápido el jovencísimo francés que el veteranísimo y explosivo ciclista del Israel Premier Tech. No vamos a descubrir al joven talento francés, un auténtico avión en montaña.
Pensar que la situación hubiese sido diferente con doble paso por el ascenso completo a esta montaña es ciertamente realista. Primeramente porque con mucha seguridad ninguno de los cuatro que disputaron la llegada se hubiese visto en la misma situación que se dio en el supuesto original. O quizá sí, quién sabe. Un sprint después de 160 kilómetros es muy diferente a un sprint tras 240. Que le pregunten a los rivales de Alejandro Valverde en Lieja, Innsbruck o escenarios donde se llega tras una alta carga de kilómetros. Pura lógica. Algunos velocistas no pasan el Poggio por la distancia cuando están hartos de resistir en puertos más empinados.

Tampoco perdamos del todo la perspectiva. Sí, la tendencia es a que algunas carreras las disputen y ganen ciclistas que acaban de aterrizar en el mundillo World Tour, pero Ullrich ganó su Tour en 1997 con 23 años, los mismos que el ruso Yevgeni Berzin el Giro, los mismos que Anquetil o Hinault su primer Tour, uno menos que Merckx o Contador en hacer lo propio o dos menos que Perico la Vuelta o Vingegaard el último Tour. Los grandes talentos no esperan. Sí, Pogačar se ha extremado con 20 años (casi 21) en su primer gran éxito. Las excepciones y gente que rompa las normas tienen que ir apareciendo. Ley de vida.
Skjelmose gana el Tour de Suiza con 22 años, Ayuso es segundo con 20. Evenepoel fue tercero con 23. Sí, aún edades tempranas. Estamos yendo hacia una sociedad que anticipa los tiempos, que no alarga la duración de la carrera profesional sino que la traslada. El ciclismo no es ajeno a los tiempos y le han pasado por encima. Las redes sociales acercan a la gente, la hacen más accesible. Por tanto, se pierde esa mítica de lo desconocido, se idealiza más sin compartir en ellas cada menú del día que te tomas. Esa pérdida del ‘respeto’ en combinación con todo lo demás provoca, en mi opinión, que los jóvenes demuelan a los menos jóvenes en este ciclismo.
Escrito por Jorge Matesanz
Fotos: ASO / ARN / Vialatte – Dahl – Demouveaux