Ecuador vibró reciclando ecos y recuerdos de 2019, cuando todo era nuevo, apetente. Su campeón, el campeón olímpico y héroe nacional, ascendió por las pendientes aledañas a Turín para enfundarse un rosa pensado como eterno. Flamas, trompetas, timbales y espadas en alto en honor al rey anunciado semanas ha. Las tropas de Richard dominaron los torrentes del valle de Aosta y sus cimas de terciopelo, un terreno donde se forjó la corona que agachó las rodillas de otros ciclistas de cabeza gacha ante el insurrecto que se hizo carne en el Colle di San Carlo, a pocos kilómetros de Cogne, una esquina del mapa de Italia que de nuevo conquistó para sí y para su imperio.
En Italia nació lo que en Italia murió. Los gestos narraban más que lo que los ojos mostraban, más allá de lo evidente. Una espiral de agresividad contenida por ver cómo su ejército perdía unidades al tiempo que el enemigo parecía distraído, conformista con degustar la plata, confundido entre el verde de su maillot y el del paisaje posterior. Había otras espadas que ejercían sombra sobre su cuello, desnudo a pasos agigantados para la batalla final, ésa de la que era conocedor debería tener lugar. Sabía que no había camino: la inevitable vida o la imparable muerte.
Nombrar el Passo Fedaia es nombrar la épica, la historia, todos aquellos momentos que desde un sofá, cuneta o sillín se vivieron. Lluvias en la salida, nubes más tarde. Lo escarpado de las cumbres representaba lo difícil de la empresa. Los escultores del trofeo espiralado necesitaban saber qué nombre grabar sobre su parte superior. Hindley o Carapaz. Ejército verde o ejército negro.
Tras la tempestad llega la calma y tras la calma la tempestad. Los árboles dejaron de moverse por un instante, como en ese momento en el que las amenazas están a punto de hacerse realidad o desvanecerse. Un minuto de silencio natural a sabiendas de que sólo uno podía sobrevivir. Al menos uno debía morir. Jinetes de negro y rojo alzaban el paso en pie, desvirgados del miedo a perder. Valientes, épicos, decididos a ser quienes escriben la historia al final de una batalla. Como hacen los vencedores.
La leyenda del doblete rosa circulaba por la sangre de quienes la protagonizaban. El hermético enemigo apenas ofrecía un gesto, una pista alentadora de su intención. Aunque todos conociesen cómo iba a ser decapitado el rey, nadie imaginó que sería el rey quien intentase decapitar primero. Espada rosa al viento que sólo rozó la cabellera del australiano. En dúo, el intenso combate pronto cayó de su lado, con el rey hincando la rodilla y admitiendo el nuevo reinado del ciclista del Bora-Hansgrohe. La recta imposible había enterrado a otro campeón: Tonkov, Bugno, Zulle y ahora Carapaz.
Ecuador volvió a vibrar. El cementerio de los campeones narró su sepelio. Caer allí da honor, ofrece fe y dicta sentencia sobre quienes deben dejar paso a nueva savia. El rosa se convirtió en rojo, mayo en septiembre. Las cascadas se secaron, el terreno pasó del verde alpino al amarillo clásico en España en época estival.
En presencia del jinete neutral, ese que no quería ganar, sino presenciar el duelo. Eso simplificaría la batalla, restaría tributo al vencedor. El desangrado comenzó, sin saberlo el propio protagonista, mucho antes. Fue una estocada dura, con hoja de acero y pico forjado en la roca de los Dolomitas. Pronto el caballo de verde esperanza se marchó a unos 2,5 o 2 kilómetros de meta. El horizonte permanecía lejano, alejado del mundanal ruido que producían las voces pertenecientes a personas que estaban murmurando en la oreja su cruel destino el fracaso que iba a llegar.
Ecuador murió, cayó con su héroe. Despertó en rosa y volvió a dormir luciendo piel normal color canela. Carapaz se acostó en corona y se levantó descoronado. Un instante dirigió el hierro a la herida, ésa que tan profundo acertó a perforar. Rodilla al suelo. Richard, hasta ese instante, murió en pie. Jai venció, miró al espejo y observó la corona en espiral. “Por fin es mía”, exclamó.
Escrito por Jorge Matesanz
Foto: Fabio Ferrari/LaPresse/RCS Sport