Música de Yann Tiersen. Imágenes de un carrusel que da vueltas al atardecer anaranjado sobre el que únicamente recorta la silueta de la Torre Eiffel. Olor a melcocha y una ligera brisa procede del Sena mientras las luces de la ciudad marcan el cambio de guardia entre los diurnos y los nocturnos. Nostalgia y sensación de melancolía. Francia, tres colores que simbolizan el azul del cielo reflejado en el mar, el rojo de la sangre y el sudor que son precio de los cambios trascendentales de rumbo y el blanco, el representante del vacío, de las nubes de alta cota. Un auténtico semáforo de ubicación, del grado en el que éxito y fracaso ajustan su manifiesto. Bobet, Anquetil, Fignon, Hinault. Nostalgia de aquellos días más azules. Blanco, vacío en los de hoy.
Las gacelas sobreviven ante el acoso persistente de predadores que anhelan sus pieles huecas de ricos manjares. Cuando no es un león, es un guepardo. Cuando no, una hiena aprovechada y risa traviesa. Cuanto más deprisa corren, más visibles son para quienes están esperando un tropiezo para abalanzarse. Esa presión se conoce. Se hace evidente por la ausencia, narrada por el instinto. Presas fáciles de un colador que filtra a los ciclistas que saben mantener la mirada a los ojos a las expectativas. Cazadores de titulares que poco recuerdan el inmenso azul que generan la decepción y los pronósticos incumplidos. La cara b de la vida, la que te muestra las puertas cerradas antes de los posibles caminos. Volteretas oníricas que un día te invitaron a creer que podías ganar un Tour de Francia.
El Alto Loira está lejos de París. La demografía de la provincia decanta posibles huidas hacia las capitales, en busca de un futuro repleto de mejores sueños. Romain partió hacia Chambery por gracia de Vincent Lavenu, uno de los gurús de la Galia en lo que a ciclismo se refiere. Entre aquellas endiabladas montañas se tachó en el calendario el mes de julio de 2016. París despidió un nuevo Tour. El ambiente que daba voz al entorno de la caravana que convivió durante veintitrés días añadió el apellido de Bardet tras el de Pinot y una coma. Besar el segundo peldaño obliga a apretar los dientes buscando el primero. Si no tienes arrestos para ello, alguien de tu entorno los tendrá por ti. La espiral es inevitable. Se quiera o no, tarde o temprano, acabas teniendo las conversaciones que no querías tener. O acudiendo al fin de semana al que te prometiste nunca volver. Entrar en aspiración se compara al pájaro que lo hace en la de un Boeing 747. O del ternero que sabe y desconoce al mismo tiempo que será degustado en restaurantes de tres tenedores.
Cuando ni los santeros funcionan, cuando la hipócrita mano en la espalda desaparece, brota la mirada baja, el sentir que la esperanza ha sido en vano. Los aplausos son seguidos de silencio. Donde antes había admiración ahora hay desidia, tedio, queja por la repetición del color del vestido. Las llamas se apagan y afloran las cenizas de alto precio. Brumas que mueven maletas en nueva dirección. Romain tomó las riendas y cerró la puerta levemente al salir por la noche. Despertar los ladridos del perro vecino podía servir cual puerta giratoria para regresar al punto de partida. No era opción viajar con billete de vuelta. Las idas son ilusionantes; las vueltas hacen rezumar las toxinas que un día te hicieron enfermar.
El destino une y separa, hace coincidir y partir hacia destinos que entrelazan caminos. Cuando el viento ejerce en una sola dirección es más fácil detectar cuándo se acude contracorriente. Los vientos ya son menos huracanados, esperando el avance de vela abierta hacia un inmenso mar de ocasiones perdidas. Esas que precederán a la aceptación de que nunca regresarán para ser tangibles. Cuanto más alto se sube, más duele el suelo. Aproximarse a él ayuda a perder el miedo al fracaso de los intentos patrocinados por la parte blanca de la bandera. Ésa que obliga a arrastrar un saco con los trofeos que consiguieron tus antepasados. También con los que nunca consiguieron. Si los repartidores de ilusión en Navidad necesitan de camellos y trineos, qué no hará falta a un escuálido escalador de ávidas condiciones en los descensos. Adalides de echarse el mundo a la espalda y remar. Aunque las olas sopladas por el viento hagan volcar la ligera balsa que el paso del tiempo y el olvido habían permitido construir. Como la piel crece en las heridas y eliminan las que tuvieron menor importancia.
Escrito por Jorge Matesanz
Foto: ASO / Gautier Demouveaux