Todo lo que estamos a punto de narrar tuvo lugar en mayo de 2016, el año en el que Vincenzo Nibali inscribió su segundo y último triunfo en el Giro de Italia y en la espiral de oro que condecora a los campeones edición tras edición. Una gesta en la que tuvo que ver (y mucho) uno de sus entonces coequipiers en el Astana kazajo en el que militaba ‘Lo Squalo’, el también italiano y tristemente desaparecido Michele Scarponi. Era la decimonovena etapa de aquel Giro. Una etapa que traspasaba las fronteras italianas para incorporar la carrera a las carreteras francesas. Un día que partía en Pinerolo como los trenes, que saben cuándo salen, pero nunca exactamente cuándo llegan. Final en la estación de Risoul, montada sobre la localidad de Guillestre, y con el temido y admirado Agnello por el camino.
Y nada más. Uno de esos días que pueden salir por cualquier sitio, que pueden decidir un Giro o donde pueden borrarse espectadores por la desesperación de ver a los ciclistas en un pseudopaseo con la carretera cerrada al tráfico. La tónica del Giro estaba siendo muy diferente, con mucho espectáculo y días ciertamente muy entretenidos. Nombres propios de segunda categoría luchando contra nuevas apariciones y algunos mitos que han protagonizado el ciclismo hasta hace dos días como son Valverde y, especialmente, Nibali. Chaves, Zakarin, Kruijswijk, etc. Este último era la maglia rosa en aquella salida. Esos últimos días de mayo se prometían felices para el hasta entonces capo del Giro.
No es que hubiese sentenciado la carrera, ni muchísimo menos. Pero sí que había demostrado superioridad ante el resto de candidatos. De rosa y con los hombros tan rectos, daba miedo por televisión y respeto en vivo y en directo. Ese día, de alta montaña, no había nada que temer por parte del neerlandés. Risoul esperaba sus ataques, su confirmación como hombre Giro, el aprovechamiento de su primera y gran oportunidad como ciclista.

Ese ascenso aguardaba a los ciclistas que llegaron a la salida de Pinerolo. Era una etapa sencilla, de esas tácticas que tanto daño hacen y tanto gustan a los aficionados. Todos tenían un plan. El líder, resistir hasta la extenuación, quizá el que lo tenía más claro. Chaves, un escalador emergente que se destapó del todo en este Giro, necesitaba tiempo y eliminar rivales para ver hasta dónde podía llegar. Llegaban las etapas por las alturas y él, colombiano para más señas, tenía ante sí una oportunidad única de asaltar el podio de una grande. Nibali simplemente tenía que venir, observar y, cual emperador romano, vencer. Así hizo. Aunque la fortuna tuvo algo que ver.
En primer lugar, en cabeza rodaba un ciclista enamorado de estar en todas las salsas, que era Scarponi. El transalpino parecía que tenía ventaja suficiente como para coronar el Agnello y servir de enlace para el siguiente puerto, el final en alto en Risoul, en los Alpes franceses tras un gran llano descendente. Una etapa imperfecta que permitía asaltos de diligencias, justo lo que Nibali, su líder, andaba buscando. Cuando llegaron los favoritos a la parte final del Agnello (10 kilómetros al 10% por encima de los 2000 metros en todo momento), el Orica de Chaves ni se lo pensó. Ritmo durísimo y aceleración del ‘Chavito’, que desmembró por completo el grupo.
Valverde sufría y cedía, también lo harían otros. En el descenso, mientras el ruso Zakarin caía ladera abajo y firmaba su abandono camino del hospital, Nibali ponía un pasodoble difícilmente soportable por los líderes cuerdos. Niebla, curvas complicadas y un bólido arrancando en punta de carrera. Por delante, únicamente la rueda de Scarponi, esperando a su jefe de filas. Los tres más fuertes se habían seleccionado, con el líder neerlandés a rueda. Sin embargo, en una curva a derechas, el rosa cayó sobre la nieve, dando una vuelta de campana que todos vimos en directo y que nos heló la sangre.

Ahí tuvo lugar el momento decisivo de la carrera. Nibali y Chaves engancharon a Scarponi pasada la zona más técnica del descenso mientras el líder se reincorporaba a la carrera. Parecía eliminado, más aún en un terreno donde no se le había visto nunca especialmente hábil. Nibali y Scarponi, con Chaves de acompañante, se marcharon por delante y llegaron a pie del último puerto juntos. El trabajo de los italianos había sido sublime, pero quedaba eliminar al último eslabón molesto, el colombiano.
Scarponi aceleró el ritmo y Nibali soltó un estacazo que necesitó de constancia para dejar a Esteban, que tuvo que ceder. En la cima, Chaves arrebató el rosa al ciclista del Lotto-Jumbo y se postulaba como el ciclista a batir en la siguiente etapa, la reina, con salida en Francia y múltiples puertos como la Bonette, el paso más alto de la Europa asfaltada. Allí todo quedó para la última subida, el Col de la Lombarde, en el que Nibali sentenció el Giro y donde Chaves firmó su segunda plaza por delante de Valverde.
Un vuelco que permitió un coloso como el Agnello. Unos Alpes que permitieron ver gran ciclismo, en sintonía con un Giro precioso, lleno de alternativas y con tres protagonistas claros como Nibali, Chaves y Scarponi, ese hombre que tan sólo unos meses después fallecería atropellado por una furgoneta y que dejó en el Agnello quizá su último gran día como ciclista. Un puerto que puede hacer que la vida que comienza a subir sea totalmente diferente a la que corona. A nivel profesional se pudo ver, con Steven pensando en el ascenso que iba a ser su Giro y un descenso donde no sólo no lo fue, sino que perdió el podio y sus opciones. Una oportunidad que no volvería jamás.

El Agnello cambió el destino, con la ayuda de otro gigante y cuya leyenda va poco a poco en consonancia. Los seres humanos disponen y después los mitos deciden. El Colle y Michele, que desde las alturas velaron y velarán siempre por ver ese ciclismo eterno de altura que durante generaciones y generaciones ha enganchado a tantos aficionados.
Escrito por Lucrecio Sánchez
Fotos: ANSA/CLAUDIO PERI