Había llegado el día para el que tanto me había preparado. Afrontaba el gran objetivo de la temporada. El legendario Tour de Francia, que cumplía su edición 150, me ofrecía la oportunidad de callar muchas bocas, de demostrar que mi fichaje para liderar el equipo en las grandes vueltas no había sido un error. Confiaba en mí, tenía claro lo que quería, el pódium era una meta ambiciosa pero realista. Sabía que llegaba en el mejor momento, tras ser decimosegundo en las tres últimas vueltas de una semana. Soy un fondista, no puedo llegar al Tour rozando el pico de forma. Con el paso de los días se irá separando el grano de la paja y ahí pienso estar yo, donde se deciden las cosas grandes.
La primera semana es de supervivencia. Hay caídas por todos lados. El coche médico no da abasto y parece que se van a agotar los apósitos, esparadrapos y redecillas. Por suerte, este año he optado por ir tranquilo a cola de pelotón y tanto mi equipo como yo nos hemos librado de la quema. Desde que la UCI ha puesto la necesaria norma de neutralizar los tiempos de las etapas llanas justo después del avituallamiento, a 80 kilómetros de meta, podemos correr un poco más a la defensiva. Es cierto que por culpa de ir a cola perdimos dos minutos en la etapa de los abanicos, pero esos belgas y neerlandeses gigantones pagarán los esfuerzos en la montaña. Y ahí estaré yo, esperando mi momento.
Por fin sábado. Después de tanto penar, primer día clave. Contrarreloj individual. Demasiado larga para mi gusto, nada menos que 12 kilómetros con una pequeña cota en la parte final. Me concentro en la postura y en el potenciómetro, no voy a quemar de más para pagarlo en la cota. Logro llegar a meta en una notable vigesimoquinta posición provisional, nada mal para un escalador pequeñito como yo. Al final, ocupo el puesto 46 en la etapa y me dejo otro par de minutos con esa maldita apisonadora belga. Mañana llega la montaña y estoy en el top30. Toca empezar a escalar, en las rampas y en la clasificación.
Con ese puerto que nos han puesto nada más salir seguro que hay batalla. En el autobús el director propone meter a alguno de nuestros compañeros en las fugas. Me levanto y les pido que se queden conmigo. Prietas las filas que la etapa es muy larga. Queda mucho Tour y lo que tenemos que hacer es seguir la rueda de ese italiano loco que intentará reventar la carrera en las terribles rampas del último puerto. No merece la pena gastar mucho antes. Gracias a mi visión de carrera, logramos entrar en el grupo de los quince favoritos que se han jugado la etapa en el falso llano del último kilómetro. El belga ha aguantado, pero se le nota que ya no va fino. Ya soy 18º en la general.
Tras unos días para los velocistas supervivientes, se juntan dos jornadas de esas asquerosas con más de 200 kilómetros y un montón de puertos de segunda y tercera. Etapas para aquellos que necesitan ganar una etapa para justificar su carrera. Qué pereza. Lío desde salida. Yo estoy para otras grandes metas. Algún listo que se cuela en la escapada y coge 20 minutos de pura chiripa. Bajo al 23º en la general, pero esto es lo de la cigarra y la hormiga, lo que importa es cómo termina el cuento.
La máxima dureza la han dejado para la tercera semana. Está la carrera justo donde yo la quería. Cuatro etapones de altísima montaña antes de la crono final y el paseo triunfal en los Campos Elíseos. El primero, 245 kilómetros con cuatro puertos de montaña: tres puertos de cuarta categoría en los primeros 30 kilómetros, y la subida final al coloso. Por fin una etapa para fondistas. Todos sabemos la dureza del final, así que nos tomamos la etapa con calma. En la ascensión, fuegos artificiales. Ataques y más ataques. El francés que va 8º en la general es mi rueda a seguir. Él sí que sabe medir esfuerzos. Llego en el grupo delantero. Le hemos metido treinta segundos al belga. Estamos ahí.
Las tres etapas siguientes son las que yo necesitaba. La primera, 80 kilómetros con dos puertos de primera categoría y final tras largo descenso. Aguanto la subida con los mejores, sé que bajo muy bien y quizás ahí pueda provocar un corte. Pero… ¡cómo baja el maldito belga! Sexto en la etapa, estoy en plena progresión. Logro mi objetivo, escalo puestos en la general y ya soy 13º.
Bronca en el hotel del equipo. Mis compañeros quieren intentar victorias de etapa. Quedan cuatro etapas para terminar, solo dos en las que buscar parciales, y todos están nerviosos. Pero yo insisto, quiero al equipo a mi lado. El director apoya mis palabras. Han pagado mucho por mí y saben que me tienen que cuidar. Logramos salvar la penúltima jornada de montaña gracias al equipo. No me encontraba muy bien y he necesitado su ayuda para no perder todo lo conseguido hasta entonces. Sigo 13º, el top 10 está a tiro, poco más de un minuto.
Es el día. Última etapa de montaña. Una jornada para valientes. 45 kilómetros entre la salida en esta bonita aldea del valle y la cima de un puerto inédito que marcará la historia, nuestra historia. Arranca el puerto, muchos empiezan a pasar penuria, se nota que no han sabido guardar esfuerzos como yo. El belga, maldito belga, sigue de amarillo. Quién lo iba a decir, tiene el Tour en la mano. A 5 kilómetros del final lanzo mi ataque. Todo o nada. Sé que todo un país está pendiente de mí. Distancio a todos. El belga empieza a pegar riñonazos. Me siento aéreo, volador. Recuerdo historias y leyendas de los libros de mi abuelo. Lo he conseguido, entro en meta con un minuto de ventaja sobre el líder. Solo nueve supervivientes de la fuga han podido antecederme en meta. Un décimo puesto en la etapa que me sirve para meterme en el top10 de la general. Felicidad.
En la crono final solo queda hacer cálculos. Vale, no soy contrarrelojista ni nada que se le parezca, pero tengo 1 minuto y 26 segundos sobre el corredor eritreo que me sigue en la general. Y soy un fondista. El último día va de las fuerzas que le quedan a cada uno y no de cómo se es de especialista. La contrarreloj es una salvajada. ¡20 kilómetros completamente llanos! Quieren matar el ciclismo. Sé que perdiendo cuatro segundos por kilómetro salvo el top10.
En el intermedio pierdo 40 segundos con mi rival. Soy un reloj de precisión. No hay fallo. Pienso en qué dirán en mi país cuando acabe el Tour. Un top10. La primera vez que un compatriota se cuela en la primera página de la clasificación desde la edición 125. Histórico. Voy tan absorto en mis pensamientos que me olvido de mirar el potenciómetro. No oigo los gritos del director. Solo vivo para la gloria.
Cruzo la línea y veo caras largas. Desesperación. Patadas a las puertas de los coches. Miro el arco de meta y me caigo del guindo. 1 minuto y 29 segundos más que el eritreo. Seré 11º en la general por tres segundos. Tres malditos segundos. Qué mala suerte. Con lo bien que lo había hecho todo.
Bueno, no nos volvamos locos. Tampoco es para tanto. Es mi mejor puesto en una gran vuelta. Yo estoy contento. La gente que me critica lo hace porque es muy fácil hablar desde el sofá. En el equipo no están satisfechos y no me quieren renovar el contrato. Dicen que han hipotecado la carrera de todos para que yo no sea capaz de hacer ni top10. Ni que fuera fácil. No todos somos el maldito belga. Ellos se lo pierden. Algún contrato encontraré en un equipo que me valore de verdad.
Escrito por: Víctor Díaz Gavito (@VictorGavito)
Foto: @ACampoPhoto