La primera vez que ves en vivo un monumento como el Coliseo de Roma o la Mezquita Azul de Estambul tu corazón se acelera, sientes una emoción extraña que se ha catalogado como síndrome de Stendhal. Lo mismo te puede pasar ante el David de Miguel Ángel o la Victoria de Samotracia. Da igual las veces que te hayan hablado de ellas o los reportajes que hayas visto en la televisión, no hay nada como enfrentarse a su magnificencia cara a cara. Aunque también es cierto que, a una minoría, les puede causar la reacción contraria, la decepción. Con los monumentos ciclistas pasa lo mismo. Seas aficionado de cuneta o participante activo, tu primera presencia en un monumento o una gran vuelta es algo entre lo místico y lo casi erótico, y quedará en tu memoria para siempre.
Pero también es cierto que no solo un gran monumento de los que abren los catálogos te puede emocionar. A veces ese Síndrome de Stendhal puede llegar al contemplar una gran chimenea de una antigua siderurgia o un puente colgante oxidado por los años. Hay vida más allá de lo mainstream, y parte de su belleza reside en el hecho de mantener su esencia, de no ser más ni menos de lo que ya es. Para mí, en el ciclismo esa idea la representa como ninguna otra carrera el Tro Bro Léon.
Más de doscientos kilómetros con tramos de tierra, grava y pavés y ciclismo épico, de no dejarse nada dentro para llegar a la meta con el cuerpo rebozado en arena o barro. Una prueba que se ha llegado a comparar con una especie de París-Roubaix bretona, o una versión gala de Strade Bianche. Y tiene mucho y poco de ambas. Porque, como los bravos habitantes de la región noroccidental del Hexágono, la carrera tiene alma propia, identidad única. Un lugar que se llena de banderas blanquinegras de la nación celta, y que toma su nombre de su lengua materna, el bretón. Tro Bro Léon sería, para un amante de los nombres traducidos “la Vuelta de [el país/región] del León”.
En su palmarés no encontramos a Museeuw, Tchmil, Vandenbroucke, Boonen o Cancellara; pero sí a Jan Kirsipuu, Jo Planckaert, Adrien Petit o Damien Gaudin, gigantes del ciclismo. Y un primer doble ganador que casa perfectamente con el espíritu de una prueba que transcurre por senderos y veredas, Bruno Chemin (cuyo apellido en francés significa, precisamente, “camino”).
Como su vecino Astérix, ha sabido mantenerse resistiendo al invasor WorldTour. La carrera finaliza cada año en la población de Lannilis, asomándose entres dos rías al Océano Atlántico, en el departamento de Finistère. No hay mejor lugar que el fin del Mundo para levantar los brazos tras una dura batalla contra los elementos.
Da red d’an ifern (una carrera infernal) es el lema de este bonito espectáculo, que para más interés, tiene uno de los trofeos más curiosos de la temporada, un cerdito vivo cortesía de una granja local para el mejor bretón en la clasificación. Os invitamos a descubrir este pequeño monumento oculto si no lo conocéis; y a seguir amándolo si, cono nosotros, habéis caído ya prendados de su encanto.
Escrito por Víctor Díaz Gavito (@VictorGavito)
Imagen de portada: Cartel oficial edición 2021