Mientras el Euskaltel crecía a través de las vueltas por etapas, Unai Etxebarría era el especialista en otros terrenos, ese ciclista que no casaba con la mentalidad vueltómana de los Iban Mayo o Haimar Zubeldia que elevaron el color de la histeria a la alerta naranja. Como equipo, otros fueron conquistando otros territorios que después hicieron comunes. El ciclista nacido en Caracas paseó la telefonía vasca por los parajes europeos cual viajante, explorando terrenos aún no muy explorados incluso por el ciclismo que le envolvía, que era en general el marco de las carreras españolas. Ser segundo en Flecha Valona fue algo inédito para el maillot de Euskaltel, logro más esperado por parte del otro Etxebarría (David), un habitual en los éxitos de gran calado y cómodo en algunos récords de las Ardenas. Parecía que David era una apuesta más evidente, pero el tiempo puso a Unai en su lugar, un ciclista sin mucho que envidiar y con un palmarés interesante.
El crecimiento de Euskaltel de aquel final de los años 90 y principio de los 2000 tuvo que ver con Caracas. Fue el vivo ejemplo de la levadura que germinó en el proyecto y poco a poco lo hizo crecer a base de pequeños golpes de horno. Unai tuvo que ver con ello, si bien todo parece que fue gracias a los vueltómanos, esa especie aupada por la prensa de un país que aún vivía en el trauma de la retirada de Indurain. Como el navarro no triunfó en esas regiones frías y oscuras once meses al año, no existen. Los generalistas saben valorar a base de titulares; los verdaderos paladares del ciclismo a través de triunfos de clase, de talento. Unai estaba en esa segunda opción, acercando una progresión magnífica a sus mandamases como una hoja de ruta para la elevación a los cielos de un atardecer naranja perpetuo.
Aún hoy el ciclismo portugués, pese a ser mucho más interesante que lo poco que nos lo muestran, es considerado de segunda categoría. Es cierto que no hay todavía una prueba de élite en lo económico (es decir, pagando grandes cánones de la UCI), pero la dificultad de vencer como visitantes a los lusos tiene mérito. Con una afición entregada, la Volta a Portugal, la Grandissima, erizaba los cabellos de estrellas que intentaron pasearse por unas carreteras, las portuguesas, que además de fuego por el calor del verano, bramaba humo por las cruentas batallas a las que los envalentonados locales les llevaban. El menos evidente de los Etxebarría consiguió en la Volta sus dos primeras victorias, cuando aún se trataba de la cuarta grande, con un número de etapas que rondaba las dos semanas de competición. Corría el año 1998 y por aquella carrera se dejaron caer futuribles de grandes equipos como el aún desconocido Joseba Beloki, el prometedor Wladimir Belli, el sorprendente ganador Marco Serpellini, Armin Meier, Andrey Kivilev o el campeón del mundo un par de meses más tarde, el suizo Oskar Camenzid. Entre toda esa maleza surgió Unai para llevarse no una, sino dos etapas. Ganar a los portugueses en casa es difícil. Hacerlo también a los italianos es síntoma delator de buenas piernas.

Aquello sucedió con los colores habituales de la Fundación Euskadi, entre el blanco y los grises azulados en el maillot. En el año 2000, con el inteligentísimo cambio que les hizo entrar en la historia del ciclismo y les abrió de par en par las puertas del Olimpo (aka Tour de Francia), ayudando a colorear una cordillera que normalmente estaba ya teñida de verde como los Pirineos. El naranja iba a impregnarse tanto que era inevitable no pasear por las carreteras francesas ese filón que daba tanto colorido a las etapas que se acercaban a la frontera con España. Bajo esa bandera tomó su tercer triunfo Unai, que saboreó por primera y única vez lo que era llevar el maillot amarillo. No era el Tour, está claro, pero sí la Setmana Catalana, que entonces existía y tenía un gran valor como prueba de inicio de temporada. Lloret de Mar le vio entrar en solitario y elevar los brazos al cielo por partida doble.
Una primavera mágica para el mayor de los Etxebarría. Que no es que fueran hermanos, sino que uno tuvo que nacer antes que el otro. Esa primavera no podía llevar otro nombre que su Gran Premio por excelencia, ganando en Amorebieta ante ciclistas del calado de Udo Bolts, Roberto Heras o su tocayo de apellido. Todos confirmados como grandes estrellas de este deporte. Unai los batió a todos, puesto que fue un ciclista con notable punta de velocidad e instinto para saltar en los momentos adecuados. El instinto, ese compañero tan importante a veces…
Tras participar en tres ediciones de la Vuelta, el milagro se iba a obrar y Euskaltel iba a debutar en el Tour. El naranja que se vislumbró en las cimas se vería ahora también en el pelotón. La sensacional temporada que se vio de los vascos, azuzados por el fichaje de gente tan importante como el hermano perdido de Unai, David Etxebarría, iba a lanzar la bandera vasca por todo el territorio francés. Unai ganó una etapa en la Dauphiné (Liberé entonces) que incluía el siempre simpático Mont Ventoux. Iban Mayo cedió ese día, pero ganaría la etapa reina por delante de Tonkov y Moureau, que se llevaría con poderío la general. Era la antesala del Tour del debut, donde pese a los tiros al poste, Roberto Laiseka, el de siempre, aseguraba la presencia del equipo en la mejor carrera por años y años ganando en Luz Ardiden entre la locura colectiva de las camisetas naranjas.
Unai iba a cambiar de escenarios. La Vuelta dejó paso al Tour durante seis temporadas. Batallas por aquí, escapadas por allá. Lo que fue ganando es gallardía y experiencia para aplicar en los escenarios un tanto inferiores. La magnificencia del Tour nada tenía que ver con la de la Vuelta, donde el nivel de ciclistas poco tenía que ver con el de hoy día. Las caras b de los equipos se dejaban caer con el fin de hacerse un nombre o enmendar un mal año. Camino de Burgos en la cuarta etapa se iban a juntar varios de los factores. Fue un día clave para la Vuelta 2003. El puerto del Escudo, duro donde los haya, iba a seleccionar una fuga en cabeza con gente muy fuerte. Félix Cárdenas, a la postre rey de la montaña, formaría parte de esta rebelión contra los velocistas. Isidro Nozal, flamante ganador junto con el ONCE de la crono por equipos de Gijón, iba a ascender a la primera plaza de la general ese día. Pero, sorpresa, aquel desconocido cántabro iba a aguantar hasta la penúltima etapa vestido de oro.
Ese día tuvo una paradoja muy interesante. En la fuga se filtraron dos maillots naranjas (el maillot de la montaña lo era, aunque el colombiano Cárdenas lo obtendría justo después de aquella jornada), correspondientes al mismo apellido: Etxebarría. Tanto el de Abadiño como el de Caracas fueron primero y segundo en la etapa. Uno fugándose aprovechando el marcaje a su compañero, el otro esperando su momento y dejando la tostada a aquellos que quisiesen desayunar. El miedo a David era obvio, con una hoja de servicios más que interesante como la doble etapa en el Tour o el segundo puesto en la Lieja. A esas alturas, daba tanto miedo uno como el otro, ya que Unai había sido segundo en la Flecha Valona. Logros cercanos. Un apellido que sonaba ya fuerte por Europa. Vendría de ser cuarto ese mismo año en el Muro de Huy.
Unai ganaba en una vuelta grande. Se quitaba un peso de encima al tiempo que reivindicaba ese eslabón más modesto del equipo, que dio guerra a lo largo de la carrera con la tranquilidad de haber ganado. Nozal se dejó en esas dudas por la lucha de la etapa tal vez la opción de haber ganado la Vuelta. O al menos un colchón más amplio que calmase esos nervios de forma más efectiva.

Un año más tarde, 2004, abriría una pequeña franquicia en Calviá, en plena Challenge de Mallorca. Freire y Valverde acechando y el vasco de Caracas anticipándoles en dos segundos. Meta de Palmanova en la que volvería a levantar los brazos tres años más tarde. En medio, otro trofeo vasco que llevarse a la boca como el GP Llodio. Un palmarés muy completo en el que sólo faltaba la etapa en la Itzulia, pese a que estuvo bien cerca en la temporada 2002 siendo batido en Vitoria por el ‘jabalí del Bierzo’, César García Calvo, del Relax-Fuenlabrada. Seis segundos por detrás, el pelotón.
Tras la temporada 2007 dejó el pelotón. Ya con 35 años, edad antiguamente muy avanzada para retirarse, colgó la bicicleta con el buen sabor de boca de mirar atrás y haber logrado tanto y tan bueno para un ciclista de gama media como él. Un cazador de etapas que pudo haber logrado más por calidad y que lo intentó, sin éxito más allá de los buenos triunfos que acumuló en sus trece años como profesional. Una carrera longeva y productiva que le hicieron un nombre. Un nombre que pasear por su Caracas natal, que vivía días de gloria gracias a José Rujano y sus hazañas en el Giro. Unai, además, puede presumir de haber sido uno de los causantes de haber llevado el maillot naranja tan lejos y hacer de él un símbolo de la afición vasca en cada carrera. Hecho que le hace ser un ciclista muy recordado pese a los años que ya han pasado desde que el venezolano fue profesional.
Escrito por Jorge Matesanz
Fotos: Sirotti / Wikipedia / Reuters